Para llegar a Dios, Cristo es el camino; pero Cristo está en la Cruz, y para subir a la Cruz hay que tener el corazón libre, desasido de las cosas de la tierra.
San Josemaría Escrivá de Balaguer


En noviembre de 1849, murió el príncipe Charles Loewenstein Wertheim Rosenberg. Una señora que ocupaba un cargo subordinado en su familia como institutriz, comunicó al autor los incidentes que siguen. 

Junto al lecho de muerte del príncipe, al que se le permitió acercar, hizo una promesa de decir ciertas oraciones diarias por el descanso de su alma, de acuerdo con un deseo del mismo príncipe, que él mismo le había expresado. Cuando la familia residía en el castillo de Henbach en Maine, era el hábito de esta señora pasar poco tiempo todas las tardes en la capilla privada. Después de una de esas visitas, aproximadamente tres meses después de la muerte del príncipe, ella se retiró para descansar, y en el curso de la noche tuvo un sueño singular...

Estaba en la capilla arrodillada en una galería; frente a ella estaba el altar mayor. Había pasado algún tiempo en oración, cuando de repente, en los escalones del altar, vio la alta figura del príncipe fallecido, arrodillado con gran visible devoción. Luego se volvió hacia ella y, llamándola a la manera de antes, le dijo:

—Querida hija, ven a mí aquí abajo en la capilla; quiero hablar contigo. 

Ella respondió que con gusto, pero que las puertas estaban todas cerradas. Él la aseguró que todas estaban abiertas. Ella bajó donde él llevando su vela consigo. Cuando se le hubo acercado, el príncipe se levantó para recibirla, la tomó de la mano y, sin decir nada, la condujo al altar, y los dos se arrodillaron juntos. Rezaron un rato en silencio, luego él se levantó una vez más y parado al pie del altar, dijo: 

—Diles a los niños, mi querida hija, que sus oraciones y las tuyas han sido escuchadas. Diles que Dios ha aceptado el Via Crucis que han hecho por mí diariamente, y tus oraciones también. Estoy con Dios en su gloria, y rezaré por todos aquellos que han rezado tan fielmente por mí. 

Mientras hablaba, su rostro parecía iluminado como con la aureola de la gloria generalmente pintada alrededor de la cabeza de un santo. Con una mirada de despedida, él desapareció, y ella se despertó...

En el desayuno, parecía agitada. Se sentó al lado de la nieta del príncipe, la princesa Adelaide Loewenstein, luego casada con Don Miguel de Portugal. Esta señora le preguntó cuál era la causa de su agitación. Ella le contó su sueño, y luego rogó la hiciera saber qué oraciones las princesas habían ofrecido por el descanso del alma de su alteza. 

Fue el Vía Crucis...

Mary Anne Madden Sadlier, Purgatory: Doctrinal, Historical and Poetical, New York 1885, pag. 155-156.