Algunos gimen a causa del fuego que quema sus manos. Quizás ellos eran ladrones, porque dicen: "¿Donde está nuestro botín ahora?... Malditas manos... ¿Por qué deseé poseer lo que no era mío... y que en cualquier caso, sólo podría haber poseído por unos pocos días?" - Otros maldicen sus lenguas, sus ojos... cualquiera miembro que fuese la ocasión con la que pecaron... "¡Ahora, oh cuerpo, estás pagando el precio de los placeres con que te regalaste a ti mismo!... ¡Y todo ello lo hiciste por tu propria y libre voluntad...!" 
(Sor María Josefa Menéndez, visión del 2 de abril 1922) 

Sulmona (en latín Sulmo),
provincia de L'Aquila, en Abruzos,
Italia
Un conde, o por mejor decir, un tirano de Sulmona, con soberbios modos y graves socaliñas, trataba como perros a sus vasallos, al mismo tiempo que trataba mejor a sus perros que a sus vasallos, porque siendo muy dado a la caza, sustentaba muy bien un gran número de ellos. Sucedió que un vasallo suyo, seguido y molestado de un lebrel muy querido del conde, le hirió gravemente y le hizo dar rabiosos ladridos; de que indignado sobremanera el conde, al instante mandó que el pobre fuese encerrado en un horrible calabozo, cargado de cadenas. 

Estando allí, abandonado de todo humano socorro, oprimido de gravísima melancolía, se echó al partido de los desesperados, invocando al demonio, que viniese a ayudarle. Cuando yendo el carcelero a darle una corta ración de mal pan, halló el calabozo vacío, habiéndose salido, sin saber cómo, el preso. Atónito de tal fuga el carcelero, y mucho más el conde luego que le dio la noticia, hacían muchas quiméricas y fantásticas sospechas. 

No bien habían pasado tres días, estando cerrado el calabozo, oye el carcelero que le llaman con una lamentable voz; y corriendo allá, vio al mismo prisionero maltratado y torcido el rostro, la carne ahumada, y tiznada de carbones, y los vestidos negros como de luto. Preguntándole cómo se había huido, y vuelto a la prisión, no respondía otra cosa, sino con voz ronca y espantosa, que tenía unas nuevas importantísimas que decir al conde. Llevado, pues, a su presencia, arrojando primero un profundísimo suspiro, empezó a hablar así: 

«Yo vengo por embajador del infierno, adonde fui arrebatado a ver aquellos horrorosísimos tormentos, porque estando yo en la cárcel, desesperado de remedio, y temeroso del último suplicio, llamé en mi ayuda al demonio, que apareciéndoseme con terrible semblante, me abrasó estrechamente, y sacándome al punto del calabozo, me trasladó a los profundos abismos del infierno, en lo más bajo de la tierra. 

Allí ¡qué horribles e inexplicables espectáculos he visto, cavernas tenebrosas, albañales hediondos, hornos encendidos! Vi príncipes y señores coronados de fuego, con cadenas ardientes al cuello, a quien daban de coces, como a esclavos, los demonios, y ellos maldecían su gobierno. Vi muchos eclesiásticos y prelados vestidos de pluviales y mucetas de llamas, sentados sobre sillas encendidas, maldiciendo su dignidad. Vi mercaderes descarnados hasta las entrañas, roídos de buitres tragadores, echando maldiciones a sus riquezas. Vi mujeres lascivas, todas rodeadas de áspides, que a pedazos les arrancaban las carnes. ¡Oh, qué confusión de gemidos y quejas me atronaban los oídos! ¡Qué hedor podrido me abogaba el corazón! 

En esto me vino a ver el señor N... (y lo nombró) muy bien conocido de mí y de vosotros, que poco antes había muerto, el cual, viendo que me acercaba, dando un profundísimo suspiro, se me mostró todo de podridas llagas, envuelto en llamas de azufre; y después, con espantosa voz, me dijo: 

—Mira allá en aquel obscuro calabozo aquella silla toda hecha un fuego, ella está prevenida para el conde de Sulmona, si no muda de costumbres: anda, avísale, que en adelante trate de portarse mejor con sus vasallos y no oprimirlos, porque no sea que venga él también a esta región de los tormentos (...) Pero porque quizá no te creerán, darás al conde estas señas: "Que se acuerde del secreto consejo y pacto oculto, que hicimos los dos juntos en tal guerra, y sobre tal negocio: cosa de que solo él y yo somos sabedores". 

Dicho esto, calló, y extendiendo yo la mano para tocar la superficie de su vestidura, que a la vista parecía de grana, gritó: 

—No te llegues, no me toques, que es toda de fuego; y si la tocas, desdichado de ti. 

Retiré al punto la mano; pero solo el aliento y ardor que salía de lejos, fue tan violento y voraz, que ya veis cómo me la ha puesto, quemada y denegrida: mirad de cuántas postillas y llagas me la ha llenado, y qué hedionda podre destila y corre a comerme la carne del brazo». 

A la horrible vista de aquella mano, a la triste nueva de aquella silla, confirmada con la manifestación del secreto, se espeluzó, se puso pálido, tembló, corriendo sangre fría por sus venas, el conde. El preso, puesto en libertad, volvió a su casa, tan mudado y afeado, que ni aun sus parientes lo conocían. Vivió siempre sepultado en una profunda melancolía, y ninguno podía consolarlo con razones, antes él los entristecía a todos con su funestísima relación, y les representaba aquel lugar de eternos tormentos, aquel horno de fuego instable, aquellas cadenas ardientes, que jamás se quitan a aquellos miserables esclavos; aquella sed intolerable, a quien jamás se concederá una gota de refrigerio; aquel arder en el hielo, y helarse en las llamas, aquel despedazarse a bocados las propias carnes; aquella horrenda vista de los demonios sus verdugos; aquellas perpetuas agonías; aquellas rabias inconsolables; aquel vivir eternamente muriendo, y morir eternamente viviendo. Con esto les hacia mudar de voluntad y aborrecer los placeres presentes, por no caer en los tormentos venideros; y no solo con palabras, también con obras, dio a ver en el breve resto de su vida que no deseaba otra cosa sino huir la experiencia de aquellas penas, de cuya vista solo había quedado atormentado. 

Corrió la fama del trágico suceso por toda aquella provincia. Unos se rieron, como de fábula fingida por una fantástica melancolía, porque a su licenciosa vida, que no querían enmendar, les tenía cuenta no creer; lo que si creyesen, engendraría en su corazón un gusano roedor, que les inquietaría, con implacables remordimientos, su mala conciencia. Otros, con mejor consejo, y de más juicio, la tuvieron por historia verdadera, conforme con los testimonios de los Profetas, y con la verdad del Evangelio; y entrando dentro de sí mismos, con lágrimas de penitencia, procuraron evitar aquel abismo de penas, cuya memoria no podían oír sin espeluzarse y temblar. 

Carlos Rosignoli SJ, Verdades eternas, explicadas en lecciones, ordenadas principalmente para los días de los ejercicios espirituales, Barcelona 1859, pág. 137-141. 

Léase a Tomás de Kempis, Libro 3, capítulo 12: 

SIGNIFICADO DE LA PACIENCIA Y DE LA LUCHA CONTRA LAS MALAS INCLINACIONES.

Discípulo: 

1. Señor Dios, según veo necesito mucho la paciencia porque en esta vida hay multitud de contrariedades. De cualquier manera que organice mi paz no podrá subsistir mi vida sin lucha y dolor. 

Jesucristo: 

2. Así es, hijo. Pero quiero que no pretendas una paz que carezca de tentaciones o no sienta dificultades sino más bien estima que has encontrado la paz cuando te ejercites en varias tribulaciones y seas puesto a prueba en muchas contrariedades. Si afirmas que no te es posible sufrir mucho, ¿cómo entonces soportarás el fuego del purgatorio? Entre dos males, siempre hay que elegir el menor. Por lo tanto, para que puedas escapar en el futuro de los eternos padecimientos, procura sufrir con paciencia, por Dios, los males presentes. ¿O piensas que las personas del mundo nada sufren, o sufren poco? No encontrarás uno solo que no sufra, incluso entre los más afortunados. 

3. Pero tienen, según dices, muchos placeres, siguen su propia voluntad y le dan poca importancia a las dificultades. 

4. Y si fuera así, que tengan lo que quieran, ¿cuánto tiempo les durará? Los favoritos del mundo desaparecerán como humo (Salmo 37, 20) y no existirá recuerdo de los placeres pasados. Pero mientras están vivos no gozan de los placeres sin amargura, fastidio y temor. Porque lo mismo que les produce satisfacción, frecuentemente les causa el sufrimiento del dolor. Justamente se procede así con ellos porque al buscar y seguir los placeres descontroladamente los disfrutan luego con vergüenza y amargura. ¡Qué limitados, que falsos, que desordenados y torpes son! Realmente por la ebriedad y ceguera no entienden y como si fueran irracionales, por un pequeño gusto en esta vida transitoria caen en la muerte del alma. Tú, hijo, en cambio, no te dejes llevar por los deseos, y apártate de tus caprichos (Eclesiástico 18, 20). Goza en el Señor y te dará lo que pide tu corazón (Salmo 37, 4). 

5. Por lo tanto, si quieres deleitarte verdaderamente y recibir mis consuelos con abundancia, tu bendición estará en despreciar todo lo mundano y en rechazar todos los deleites perversos; así recibirás abundante alegría espiritual y mientras más te apartes de todo consuelo creado tanto más agradables y hondas satisfacciones encontrarás en Mí. Pero no las alcanzarás sin antes padecer algunas tristezas, y el cansancio de la pelea. La costumbre te contrariará pero la vencerás con otra costumbre mejor. Se rebelará tu naturaleza pero la fuerza del espíritu la frenará. Te instigará y te exasperará la serpiente maligna pero huirá por la oración y con el trabajo provechoso le impedirás la entrada.