Estos bienes se aminoran, estos objetos pierden el brillo y se convierten en despreciables cuando se considera la naturaleza y la inmensidad de las recompensas que tenemos prometidas: los bienes terrenos, comparados con la felicidad de lo alto, dejan de parecer un provecho, no son más que un peso y una dolorosa servidumbre. La vida temporal, comparada con la vida eterna, no merece el nombre de vida sino el de muerte.
San Gregorio Magno, Homilía 37 sobre los Evangelios

Un día refería San Agustín a su pueblo de Hipona las maravillas de la ciudad de Dios: lo hacía en un tono convencido y emocionado, con una elocuencia de oro, alimentada en la fuente de las Escrituras, que hacía pensar que era un ángel el que hablaba y no un habitante de la tierra. 

La asamblea estaba impresionada y embelesada, se sentía como transportada a las fiestas de la Eternidad de la que estaba trazando un cuadro conmovedor, tenía como una visión del día en el que el Señor adornaría las frentes de los fieles con un laurel inmarchitable. 

De pronto, la emoción fue tan fuerte que la asamblea estalló en gemidos, en gritos de admiración y lágrimas que corrían de todos los ojos. Se habían olvidado del respeto debido al recinto sagrado y del silencio requerido por la presencia del orador y cada uno reclamaba muy alto el día en que, lejos de cualquier aflicción, bebería a grandes tragos las aguas de la verdad y la vida. Cada cual temía que, vencido por su debilidad, extraviado por las seducciones, no llegara a conseguir la visión bienaventurada; en todo el lugar santo resonaban estas palabras: 

“Cielo hermoso, ¿cuándo te veré? ¿Seré tan insensato como para preferir los placeres y la fortuna de un día? ¿Quién no estaría dispuesto a adquirirte al precio de los sacrificios y los trabajos más duros?”

Agustín, interrumpido por estas exclamaciones y por estos suspiros, sorprendido del efecto causado por sus palabras, no estaba menos emocionado que la asamblea. Quería proseguir, continuar el cuadro de la Jerusalén celestial que había iniciado, pero los sollozos de su auditorio y su propia conmoción sofocaron su voz, y sus lágrimas, mezcladas con las de su pueblo, formaron un río para llorar las tristezas de este destierro y la lejanía de la patria bien amada.

Charles Arminjon, El fin del mundo y los misterios de la vida futura, 2° Edición, Producciones Gaudete 2010, pág. 216-217.