La Iglesia ha honrado a María con un culto todo especial, inferior al debido a Dios, es lógico, porque no es diosa, pero sí superior al tributado a los santos porque Ella es Madre de Dios y muy superior a todos ellos. - Latría, adoración, es el culto que tributamos a solo Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Dulía, veneración, es el culto debido a los santos, servidores de Dios. - Y hay un culto especial tributado a María que se llama hiperdulía, más que dulía, es una veneración especial que únicamente la tributamos a Ella por ser Madre de Dios y Reina y Señora de Ángeles y Santos. 
Rafael María López Melús 

En las crónicas de la Orden de San Francisco se lee que, yendo dos religiosos de la misma a visitar un santuario de la Virgen, se les hizo de noche cuando se hallaban en medio de un espeso bosque; por lo que confusos y afligidos no sabían qué hacerse. Pero, adelantándose un poco más, les pareció que entre la oscuridad divisaban una casa. Llegan a ella, tientan las paredes, buscan la puerta, llaman, y oyen que desde dentro les preguntan: 

—¿Quién es? 

Contestaron que eran dos pobres religiosos perdidos aquella noche por el bosque, y que pedían les albergasen a lo menos para no ser devorados por los lobos. Y he aquí que luego oyen abrir la puerta y ven dos pajes ricamente vestidos que les recibieron con gran cortesía. Los religiosos preguntaron quién habitaba aquel palacio. Los pajes contestaron que vivía allí una señora muy piadosa. 

—Desearíamos saludarla —dijeron ellos— y darle gracias por habernos acogido. 

—Vamos luego allá —respondieron los pajes—, porque ella también quiere hablaros. 

Suben la escalera, encuentran las habitaciones todas iluminadas, adornadas elegantemente, y se percibía en ellas un olor que parecía celestial. Finalmente entran a donde se hallaba la dueña de la casa, y hallan una señora majestuosa y hermosísima, la cual les acogió con la mayor benignidad, y después les preguntó a dónde se dirigían. Ellos contestaron que iban a visitar una iglesia de la bienaventurada Virgen. 

—Siendo, pues, así —dijo la señora—, cuando partáis quiero daros una carta mía que os será muy útil. 

Y mientras aquella señora les hablaba, se sentían inflamados en el amor de Dios, experimentando una alegría que nunca habían probado. Se fueron después a dormir, si en realidad pudieron conciliar el sueño en medio de tanto gozo, y a la mañana se presentaron otra vez a la señora para despedirse de ella, darle gracias y tomar al mismo tiempo la carta que afectuosamente recibieron, y se marcharon. 

Mas, no bien habían salido de la casa, advirtieron que la carta no tenía sobre escrito, por lo que retroceden, registran, y ya no encuentran la casa. Finalmente, abren la carta para ver a quién iba dirigida y enterarse de su contenido, encuentran en ella que María Santísima les escribía a ellos mismos, y les daba a entender que Ella era la señora que habían visto aquella noche, y que por la devoción que le tenían les había proveído de casa y hospedaje en aquel bosque; que continuasen sirviéndola y amándola, que Ella les recompensaría siempre con sus obsequios, y les socorrería en la vida y en la muerte. Y al pie de la carta leyeron la firma que decía: 

«Yo, María Virgen». 

Considere aquí cada uno qué gracias más expresivas no tributarían aquellos buenos religiosos a la divina Madre, y cuánto más vehemente fue su deseo de amarla y servirla durante toda su vida. 

San Alfonso María de Ligorio, en «Las Glorias de María»