Ante todo y sobre todo brilla con incomparable luz la obra directa de Dios y de la Virgen inmaculada, esto es, el sin número de gracias que descienden sobre el pueblo cristiano: inexplicables curaciones de cuerpo y alma; conversiones súbitas; fuerza concedida a los débiles, paz restituida a los corazones turbados; consuelo concedido a los infelices. Y esas conmovedoras intervenciones de la Bondad omnipotente, ora se producen en la Gruta, en la fuente santa, en la piscina, en la Basílica, en los lugares benditos donde se apareció la Virgen, ora a lo lejos en santuarios erigidos a la gloria de Nuestra Señora de Lourdes, desde Oostacker hasta Constantinopla, desde las ciudades y campos de Europa hasta el interior de las Américas; ora, en fin, en algún pobre aposento solitario, en el que un triste enfermo invoca su nombre y bebe piadosamente aquella agua sagrada a la que va unido su recuerdo. 
(Enrique Lasserre, Los episodios milagrosos de Lourdes)


Se trata aquí de un niño de tres años cuya enfermedad y curación refería su abuela la señora Anger del modo siguiente:

De resultas de una caída que tuvo mi nieto Edmundo Remy, de tres años de edad, dando un paseo el 25 de enero de 1863, sufría horriblemente de la pierna izquierda. Dos personas reputadas hábiles habían cuidado de él sin obtener ningún resultado; por lo que sus padres, siguiendo el consejo que les dieron, lo condujeron a Rennes y lo presentaron al doctor Aubrée, el cual reconoció una hinchazón tal en los cartílagos de la articulación del fémur que la una pierna, alargándose más que la otra, amenazaba dislocarse completamente. Anunció que probablemente se formaría un absceso encima de la articulación, y prescribió cataplasmas, diciendo secretamente a la señora Chartón, amiga de la familia y presente en la visita, que este niño estaba perdido y que no había para él ningún remedio. 

Cuando el pequeño Edmundo estuvo de regreso en Ploërmel, me apresura a que viniera a verle el médico de la familia, el señor Pringué, a quien hicimos conocer la consulta que tuvimos en Rennes. Al ver al niño desesperó también de su curación; y en este sentido habló a varias personas, especialmente a la reverenda madre María Angel, superiora de las Señoras Ursulinas de Ploërmel, que inmediatamente nos envió un frasco de agua de la fuente de Lourdes, e hizo que sus religiosas empezaran una novena por la curación del querido enfermo. Todos los días aplicamos sobre la pierna del pobre niño algunas gotas del agua milagrosa; pero la Santísima Virgen, que sin duda quería probar nuestra fe, no otorgó a nuestros ruegos el favor que solicitábamos. 

Transcurrieron quince días y el mal aumentaba sensiblemente, llegando a ser tan violento que el niño no cesaba ni de día ni de noche de dar gritos desgarradores que nos arrancaban lágrimas. 

El martes 24 de febrero, necesitada de consuelo, fui a ver a la madre María Angel. Le dije que no habíamos hecho la novena en unión de la Comunidad, pero que habíamos aplicado el agua de Lourdes sobre la pierna del niño, cuyo estado empeoraba cada vez más. Le anuncié también que debiendo venir a Ploërmel el señor Pinaud, célebre médico de Rennes, el señor Pringué había prometido llevarlo para que viese a nuestro enfermo. 

—Muy de veras celebro cuanto me decís —me respondió ella con un acento de fe que nunca olvidaré—; estoy segura que vuestro nieto curará. La Santa Virgen, a fin de mostrar mejor su poder, espera para obrar la curación, que el niño haya sido desahuciado por los mejores médicos. Consolaos; id a la iglesia; haced un voto, prometed una Misa, un cirio y una ofrenda al santuario de Lourdes. Voy a daros otra botella de agua de la Gruta, de la que mezclaréis una gota en las cataplasmas que aplicaréis sobre el sitio del mal. Mis religiosas y yo vamos a comenzar una segunda novena, y el sábado próximo, día consagrado a Nuestra Señora, recibiremos todas la Santa Comunión por vuestro niño. 

No puedo decir lo consolada que me quedé oyendo hablar a esta buena religiosa con el acento de fe que le caracteriza. Inmediatamente me dirigí a la iglesia para hacer lo que ella me aconsejaba; y mientras estaba arrodillada delante de la imagen de la Virgen, me pareció que esta buena Madre me aseguraba en el fondo del corazón que mi nieto iba a sanar. Me sentí entonces penetrada de tal confianza, que aunque intentaran todos los médicos del mundo quebrantarla no lo hubieran logrado. Al volver a casa encontré a mi hija llorando. La consolé participándole todo lo que acababa de pasar, y en este momento hizo ella un voto a Nuestra Señora de Lourdes. 

El viernes por la tarde vino el señor Pinaud con monsieur Pringué a visitar al pequeño Edmundo. Prescribió que se le aplicase dentro de ocho días un vejigatorio, y mientras tanto la continuación de las cataplasmas. Recomendó vigilaran con el mayor cuidado que la pierna no cambiara de posición, pues el menor movimiento era capaz de descoyuntar enteramente la articulación. Después de irse el médico, hicimos lo que habíamos hecho desde el miércoles precedente para cumplir la segunda novena; añadimos a las cataplasmas una gota del agua de Lourdes, e hicimos también beber al niño otra gota haciéndole rezar con nosotros una Ave María. La noche la pasó muy mal el pobrecito, y no cesó de dar gritos arrancados por la violencia del mal. 

Al día siguiente por la mañana, 28 de febrero, me fui a Misa, recibí con las religiosas ursulinas la Santa Comunión y volví a mi casa a eso de las ocho. El niño me oyó hablar y me llamó en seguida diciéndome: 

—Mamá Anger (así es como me llama siempre), ven a verme; estoy curado. 

Fui allá en seguida y lo encontré abrazando la rodilla enferma con la mayor facilidad. Su padre y su madre acudieron pronto y pudieron, como yo, convencerse de la curación milagrosa que acababa de obrarse. Digo curación milagrosa, porque es imposible explicarla naturalmente, pues fue tan pronta que debió ser instantánea, porque su madre, que había pasado a su lado una noche horrible, acababa de dejarle en el mismo estado de sufrimiento hacía un cuarto de hora cuando más. 

Todos llorábamos de alegría viendo a este niño hacer uso de su pierna como si nunca hubiera tenido mal, y que para convencernos mejor de su completa curación se puso en pie sobre su almohada y pidió le dejaran andar. Su madre le hizo dar algunos pasos sosteniéndolo por precaución, aunque no cojeaba absolutamente. Sin embargo, creímos deber impedirle que se levantara hasta que el doctor Pringué hubiera comprobado su completa curación. 

Este doctor, considerando inútil toda visita, no había vuelto desde que estuvo con el señor Pinaud. El martes 3 de marzo fui yo misma a buscarlo; y si consintió en venir fue a fuerza de mis instancias reiteradas, pues no daba ninguna fe a mis aserciones. Después de un examen minucioso dijo al niño: 

—¡Niño mío, estás verdaderamente curado: no tienes necesidad de vejigatorio, no tendrás absceso; es asunto concluido: ya no queda ninguna señal del mal. 

—Verdaderamente —añadió dirigiéndose a nosotros—, esto es extraordinario. No puedo explicarme esta curación. No hubiera yo querido ver este mal en un hijo mío por doscientos mil francos. El doctor Pinaud me hablaba continuamente de este pobre niño; lo desahuciaba como yo, y pensaba que lo menos que podría sucederle era arrastrar la pierna durante toda su vida; y ahora me cabe el gusto de aseguraros que no será cojo. 

Y, en efecto, todos podemos afirmar que nuestro querido enfermo no ha sentido ninguna consecuencia del mal horrible que tan vivamente nos inquietó. Su pierna está tan firme y tan ágil como si nunca hubiera sufrido. Pocos niños habrá de su edad dotados de tanta fuerza y flexibilidad como él. Algunos días después de su curación se dio unas caídas muy grandes que no tuvieron consecuencias desagradables. 

Cuando hicimos anunciar al doctor Aubrée este hecho milagroso, contestó a la señora Chartón que no le daría fe sino después de haber visto al niño, pues "no se curan jamás enfermedades de esta naturaleza". 

Yo soy de su opinión. Los médicos que han prodigado sus cuidados a mi nieto han probado suficientemente la impotencia del arte médico para casos semejantes; pero cuando la ciencia humana carece de recursos, hay en el cielo un poder maravilloso para el cual los milagros no son más que un juego. 

En cuanto a nosotros, que hemos sido testigos afortunados de este poder misericordioso, no cesaremos de dar gracias a la Santísima Virgen, quien al sanar a nuestro niño nos obliga con especial deber a darle el dulce nombre de Madre. 

Louis Gaston de Ségur, Ciento cincuenta milagros admirables de Nuestra Señora de Lourdes, coleccionados según los documentos más auténticos, Versión española de la segunda edición francesa, Barcelona 1893, Tomo 1, pág. 21-26.