¡Cómo se detiene y complace la vista en esta parte del horizonte [en Lourdes] y respira aquí a su placer el alma! No tiene el Oriente más brillantez, ni más frescor la mañana. Nada acá en la tierra puede compararse al esplendor y pureza de tamaño espectáculo. - Esto es el mismo cielo inclinándose hacia la tierra; esto es Dios con los hombres. 
(Enrique Lasserre, Los episodios milagrosos de Lourdes, Prólogo) 


He aquí otro milagro de Nuestra Señora de Lourdes que no ha sido conocido hasta pasado algún tiempo. Tuvo lugar, como el precedente [de Edmundo Remy], en 1863 y fue referido por la madre del joven que obtuvo la curación a uno de los padres misioneros de Lourdes durante el invierno de 1869. «Lo redactamos inmediatamente —dice el padre—, bajo la impresión de la palabra conmovida de la Sra. de Robineau, cuya voz se turbaba frecuentemente por las lágrimas.» Nada tan conmovedor como esta narración dictada por la fe y el agradecimiento maternal. 

El joven Máximo de Robineau había nacido con un temperamento excelente. Siendo pequeñito padeció una fiebre tifoidea, sin que ninguno de sus órganos se alterara. Fuerte, listo e impetuoso, daba a sus padres toda suerte de gozo y de esperanzas, cuando de repente, a los siete años, fue atacado de parálisis o perlesía. 

Ya se había notado en él cierta debilidad de la vista; pero un día se apercibió su madre que sus miembros estaban embarazados, y poco después no le fue posible andar solo sin caer. El mal hacía todos los días visibles y espantosos progresos. La agilidad y la firmeza disminuían en los brazos y piernas y la lengua se entorpecía. El germen de la enfermedad estaba en el centro mismo de la vida, en el cerebro y en la médula espinal; todos los nervios sufrían un invencible reblandecimiento. 

La Sra. de Robineau asistía con indecibles angustias a la descomposición progresiva de su hijo tan amable y tan querido. La voz se fue alterando poco a poco y el sonido argentino que salía de la garganta del niño se convirtió en un gangueo desagradable y con el organismo animal también la inteligencia se paralizaba lentamente. La desgraciada madre hallaba cada día menos luz en el ojo de Máximo, menos sentido en sus palabras y en su entendimiento progresiva torpeza. Esto la tenía muy preocupada y de seguir aumentando este entorpecimiento temía que pasadas algunas semanas su hijo quedaría reducido a la condición de un idiota tullido o de un cadáver. Cuando ella nos contaba estas penas desde tanto tiempo desvanecidas, su corazón parecía encontrarse aún bajo el peso de ellas. 

Sobre todo, una escena de aquel triste tiempo permaneció viva en su memoria: Máximo se había levantado y se arrastraba solo por el cuarto y de repente se cae de bruces, choca su cabeza en una cama y se queda tendido, inmóvil en el suelo. La madre da un grito, se precipita, levanta esta cabeza que ella cree rota y ya en sus brazos lanza el niño una carcajada imbécil e inextinguible, con lo cual quedó partido el corazón de la pobre mujer como si hubiera oído el último suspiro de su hijo. 

Llamaron a médicos reputados y sus consultas fueron contradictorias; siguieron, sin embargo, las prescripciones de uno de ellos muy experimentado. El débil cuerpo del enfermo fue cubierto de vejigatorios y enérgicos excitantes de diferentes clases; lo sometieron a fumigaciones sofocantes, mas todo en vano. 

Viendo la Sra. de Robineau que el procedimiento no surtía ningún efecto y que el médico andaba a tientas, le suplicó un día le dijera la verdad de lo que pensaba y si creía salvar a su hijo. 

—Señora —le contestó el doctor titubeando—, el caso es muy extraordinario; ¿qué le diré a usted?... Le prometo hacer cuanto pueda... 

La pobre madre comprendió lo que estas palabras querían decir. 

La parálisis empeoraba desde hacía seis meses; en los últimos quince días el organismo entero se hallaba consumido. Para que el niño diera un paso, era preciso mover sus piernas una después de otra; sus ojos apenas distinguían los objetos grandes; el balbuceo era más difícil; los dedos perdían su elasticidad. 

La Sra. de Robineau abrigaba pocas esperanzas: veía ya a su Máximo tullido e idiota, acaso muerto dentro de algunos días. ¡Y los hombres nada podían hacer! 

La piadosa madre, en medio de sus angustias, no había cesado de orar. De repente (era un domingo) un recuerdo, como un rayo del cielo, ilumina su espíritu: ¡Nuestra Señora de Lourdes! 

Hacía tiempo que había oído este nombre, pero su historia sólo la sabía vagamente. Con toda la energía que causa una tribulación tan grande como la que dejó en su corazón la última palabra de la ciencia humana, que no podía prometer más que ofrecimientos de afección, recurre, como a su única esperanza, a Nuestra Señora de Lourdes. Piensa en una novena y en el agua y ésta es la medicación en que espera el restablecimiento de su Máximo. 

Pero quería conocer enteramente los motivos de su esperanza y ensayar esta devoción todavía oscura para ella. Le prestan un libro sobre las Apariciones, lo lee y se enciende su confianza. Le ofrecen además una pequeña redoma del agua milagrosa. 

Y dice al niño enfermo: 

—Máximo, no quiero hacerte más remedios: rogaremos a la Santísima Virgen y Ella te ha de curar. ¡Reza, Máximo, reza!... 

El niño miró, se sonrió con su sonrisa atontada y respondió con una articulación defectuosa. Pero ¿comprendió? ¿pudo orar? Su madre sí, oró. 

Un sentimiento profundo, vivo, penetrante, llenó su alma: ella creyó y sintió que su niño se salvaría. Cuando la duda enfriaba su corazón, un pensamiento venía a fortificarla. 

—¡No, no, —se decía a sí misma con energía—, la Santísima Virgen no puede dejar a mi hijo idiota; no me lo dejará morir. ¡Máximo sanará... sí, ¡oh María! sanará! 

Su alma recibió la gracia de la confianza, prometió llevar al niño ya curado a Lourdes y comenzó una novena. Después de la primera oración hizo beber al niño agua de la gruta y le dio con ella fricciones en las piernas y en la espina dorsal, que era la residencia principal de la enfermedad, y después acostó al pobre enfermo. 

La Sra. de Robineau no aguardaba la curación hasta el fin de la novena, pero al día siguiente levanta a su niño y reconoce que está ya mejor; sus miembros parecen fortalecidos y la consunción no progresaba. Continuó las prácticas de la novena con mayor confianza y al siguiente día encontró a su querido enfermo mucho más fuerte. Desde entonces el vigor fue creciendo de una manera visible, juntamente con la satisfacción de la madre. No se había acabado la novena y ya el progreso de la vida era tan rápido y el restablecimiento tan seguro, que la Sra. de Robineau no hizo más uso del agua de la Gruta, continuando sin embargo sus oraciones, o más bien trocando sus suplicas en acciones de gracias. 

Al noveno día, avivado Máximo en todo su ser, andaba con la agilidad de otro tiempo, se servía de todos sus miembros sin vacilación ni debilidad, el timbre de su voz había vuelto a la dulzura antigua; sus padres veían en la sonrisa inteligente del hijo el despertar de su alma; en las palabras y en las caricias de Máximo comprendieron que había vuelto a su ser de antes. 

Este hecho pasó en 1863. 

Máximo es un niño de bendición. La mano de Nuestra Señora Inmaculada sostiene su alma. Se ha mostrado siempre juicioso, dulce, piadoso: hizo la primera Comunión con un sentimiento profundo y vivo de la gracia que alcanzaba. Su madre estaba enajenada de gozo viéndolo tan recogido y tan dichoso. La Virgen bendita le ha dado la preciosa gracia del agradecimiento y él la ama con todo su corazón. 

Las dificultades de una vida nómada en los empleos de los ferrocarriles impidieron mucho tiempo a la señora de Robineau cumplir su promesa de peregrinación; mas cuando pudo visitar la Gruta fue para Máximo un día de alegría y de piedad expansiva. 

Su amabilidad y su ternura hacen la dicha de sus padres. Tiene catorce años y no se ha visto el menor síntoma de reproducción de su enfermedad; está siempre espabilado y vigoroso. En cuanto a su inteligencia, su madre creía decir bastante con anunciarnos, no sin algún orgullo, que su hijo Máximo, que estudiaba en el pequeño Seminario de Carcasona, era el tercero en la clase de griego entre treinta y nueve o cuarenta alumnos. 

Un hombre alejado de la religión, hostil si se quiere a las prácticas católicas, había visto este niño en su angustia y había participado más que ningún otro de las penas de la familia; fue testigo de la curación inesperada y maravillosa, mas ¡ay! no se ha convertido a Dios, aunque da valerosamente testimonio de la gracia de la Santísima Virgen. En más de una ocasión se han mofado en presencia suya de la religión y se ha callado, pero cuando han negado y ridiculizado lo que parece sobrenatural en la cura del joven Máximo, entonces ha dicho con un acento convencido y que imponía silencio: 

—Por lo que toca a esto, no hablemos. Lo he visto yo... 

El doctor quedó muy sorprendido del restablecimiento maravilloso del enfermito. 

—Os seré franca —le dijo la madre—; ya desesperada, abandoné todos los remedios y me dirigí a Nuestra Señora de Lourdes; lavé a mi niño con un poco de agua de la Gruta y no obstante toda su frialdad, helo aquí curado. 

—¡Ah! —dijo el médico con embarazo—, esto debía suceder así. 

Cuando se trató de los honorarios, los padres del niño no podían creer lo que oyeron; ¡tan modesta fue la petición del doctor! Las visitas habían sido numerosas, los cuidados asiduos; la estación donde ellos vivían distaba de la población y, no obstante, movido ciertamente el doctor por un sentimiento de justicia, no quiso cobrar nada. 

Hoy (1881) Máximo de Robineau es abogado y estudia para el notariado. «Sigue siendo excelente cristiano —nos escribe un eclesiástico eminente—, y gracias a la protección de Nuestra Señora de Lourdes, sus buenos sentimientos han prevalecido.» 

Louis Gaston de Ségur, Ciento cincuenta milagros admirables de Nuestra Señora de Lourdes, coleccionados según los documentos más auténticos, Versión española de la segunda edición francesa, Barcelona 1893, Tomo 1, pág. 27-33.