El Reino de los Cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo que, al encontrarlo un hombre, vuelve a esconderlo y, por la alegría que le da, va, vende todo lo que tiene y compra el campo aquel.
(Mt 13, 44)
También en la casa del celestial Padre no han faltado hijas pródigas, que primero quisieron projicere margaritas ante porcos - "echar sus perlas delante de los puercos" (Mt 7, 6), arrojar las perlas de sus almas a los sucios apetitos, y después vinieron a ser preciosísimas joyas, dignas de colocarse en la corona del Rey de la gloria. Una fue la santa Margarita de Cortona, que en la primera flor de su edad se huyó de la casa de su padre, y sin atender a su honor, se entregó a un deshonesto amante y prosiguió nueve años cumpliendo sus desenfrenados gustos:
cuando una mañana vio volver a casa el perro que solía continuamente acompañar al torpe dueño de su voluntad; venía ahora solo y con tristes ladridos lamentándose, la tiraba con los dientes de la ropa, como que la convidaba que le siguiese. Se turbó a aquel accidente no esperado la dama, y después de haber arrojado de sí el can, viendo que porfiaba en tirarla con los dientes de la ropa, se resolvió de tenerlo encerrado, hasta que se descubriese el fin de aquella novedad. Corrió al punto el can a un lugar apartado, donde había un montón de hacecillos de leña. Llegado allí, empezó con los ojos, con los ladridos, con los movimientos del cuerpo y de los pies, a darle a entender que registrase y descubriese lo que estaba allí escondido. Va quitando los hacecillos, y al fin descubre el cadáver de su infeliz amante, que muerto a manos de sus enemigos, corrompido por las heridas, asqueroso por la sangre, parecía que le estaba reprendiendo sus vicios le y le decía:
—Por ti está aquí mi cuerpo y por ti estará mi alma eternamente ardiendo en el infierno. Aprende a mi costa a componer bien tus cuentas con Dios.
Atónita Margarita a tan horrible espectáculo, descolorida, helada y medio muerta, empezó a llorar. Reconoció en las heridas de su infeliz amante sus culpas y con cuerda resolución tomó el partido del hijo pródigo, y resuelta a mudar da vida, se encaminó a la casa de su padre. Pero el padre, indignado e indiscreto, en vez de acogerla, si no con amor, a lo menos con paciencia, le salió al encuentro con el bastón y lea dio con las puertas en la cara. Desechada de su padre, acudió a los religiosos de san Francisco, para que la admitiesen entre las mujeres de la orden tercera, en hábito de penitente. Aquí también padeció el desdén de ser despedida, temiendo los padres dar tan presto aquel hábito a una mujer tan del mundo.
¿Qué hará pues, esta triste e infeliz pecadora? Se va a la iglesia a los pies de Cristo crucificado, que siendo aquel rico mercader del Evangelio, que hallando una preciosa margarita: la compró a costa de todo el caudal de su Sangre, la acogió con entrañas de caridad y la enseñó al arte de volver a la casa del Padre celestial, ya que le faltaba el terreno. Apenas se recobró con corazón compungido, y ojos llenos de lágrimas en el seno de la Misericordia divina, cuando se sintió llena de una dulce esperanza; y no solo consiguió ser admitida entre las terceras de la orden seráfica de la penitencia, sino también mereció que el Salvador, con amorosísimas palabras, la dijese desde la cruz:
—¿Qué temes, o pobrecilla, de mi Bondad? ¿No reconoces la gracia de mi infinito amor?
Y desde aquí empezaron los extraordinarios favores de la liberalidad divina, y una recíproca correspondencia de afectos de Margarita en servir a Dios, y de Dios en hacer beneficios a Margarita. Ella con lágrimas, con oraciones, con ayunos, con disciplinas de sangre, no cesaba de aplacar a la divina Justicia. Dios, con ilustraciones del entendimiento, con delicias del espíritu, y con visitas del cielo, le hacía continuamente experimentar los rasgos de su misericordia, llamándola su pobrecilla. De que no contenta Margarita, le suplicó una vez con grande animosidad, que se dignase llamarla hija. A que respondió el Salvador:
—Cuando hubieres lavado mejor tu corazón de toda mancha con una confesión general de tus culpas, entonces serás favorecida con el nombre de hija.
Lo cumplió ella con un exactísimo examen de su vida y fervorosísimos afectos de contrición, y al acercarse con una soga al cuello a guisa de esclava, a la mesa de los ángeles para comulgar, oyó que le decía dulcemente Jesús:
—Hija mía. Margarita, yo te absuelvo de todos tus pecados.
A esta voz se llenó de tanta suavidad su corazón, que pensó reventar de alegría, y todo aquel rato estuvo fuera de sí arrebatada de un profundo y dichoso éxtasis, hasta que volviendo en sí, pronunció estas voces:
—¡O palabra llena de toda suavidad, con que Jesús me dijo hija mía!
Y no solo hija, sino también esposa la llamó otra vez, y como tal la favoreció con singularísimas señas de su beneficencia, enviando muchas veces a consolarla en sus aflicciones a la Reina del cielo, a enseñarla en sus dudas al ángel de su guarda, a acompañarla en sus oraciones los principales santos del paraíso.
El mismo Cristo parecía que gustaba de estar con ella, no menos familiarmente que con la purísima virgen santa Gertrudis. Le declaró los misterios más escondidos de la Encarnación y Pasión, y le dio a ver la Llaga de su santísimo Costado. Le dio muchas veces la bendición con su divina diestra, y le hizo que leyese su nombre, escrito con letras de oro, en el libro de la vida, y su cabeza coronada con una diadema de gloria. Protestó que ninguna mujer había en la tierra a quien amase tanto en aquel tiempo, cuanto a esta pecadora, lavada con su Sangre y enriquecida con los dones de su gracia: todo esto, en atención a su fervorosísima contrición, a sus lágrimas, a su penitencia, que fue verdaderamente grande e increíble; porque no solamente en su retiro se dolía amargamente de sus culpas, mas en público, con improperios, se acusaba. Ni solo plañía con dolorosos suspiros su vida pasada sino convidaba a otros que llorasen y suspirasen por ella. Mas cuanto ella más se compungía en su corazón, y se abatía y envilecía a los ojos de todos, tanto más Dios la llenaba de sus celestiales dones, y la hacía gloriosa a los ojos del mundo, haciéndola, por decirlo así, señora de sus divinos Atributos; de la Sabiduría, porque penetraba los secretos del corazón; de la Bondad, porque conseguía muchísimos favores del Poder, porque hacia frecuentes y grandes milagros: por lo cual, lamentándose ella con Cristo, Señor nuestro, porque hacía al descubierto tan grandes maravillas y gracias a una pública pecadora, oyó que su Majestad le respondía:
—Tu eres una red mía, con que quiero pescar los pecadores que por el mar del mundo van perdidos. No pienses que serán pocos los que vendrán a arrepentirse y hacer penitencia, al oír los favores, no usados, que yo hago a tu contrición.
Ojalá que en nosotros también saliese verdadero el dicho del Redentor, y que esta hermosa red nos sacase a la orilla de una verdadera penitencia, y a participar de los celestiales favores, de que fue colmada esta felicísima penitente.
Carlos Rosignoli SJ, Verdades eternas, explicadas en lecciones, ordenadas principalmente para los días de los ejercicios espirituales, Barcelona 1859, pág. 157-161.
Léase a Tomás de Kempis, Libro III, cap. 10:
DULZURA DE SERVIR A DIOS DESPRECIANDO EL MUNDO
Discípulo:
1. Ahora hablaré de nuevo, Señor, y no me callaré, diré a los oídos de mi Dios, mi Señor y mi Rey que está en los Cielos: ¡Qué grande es la abundancia de tu dulzura, Señor, que tenías escondida para los que te respetan! (Salmo 31, 20) ¡Qué será para los que Te aman y para los que Te sirven de todo corazón! Verdaderamente es indescriptible la dulzura de contemplarte que otorgas a quienes te aman. En esto principalmente me mostraste la dulzura de tu caridad: en que cuando yo no existía, me creaste y cuando vagaba perdido lejos de Ti, me atrajiste para que te sirviera, y me ordenaste que te quisiera.
2. ¡Fuente perpetua de amor! ¿Qué diré de Ti? ¿Cómo podré olvidarme de Ti, que quisiste acordarte de mí, incluso después que me desmejoré y perdí? Te comportaste conmigo misericordiosamente, más allá de toda expectativa y más allá de todo mérito de mi parte; me concediste gracia y amistad. ¿Cómo voy a pagarte este favor? Porque no se les otorga a todos que lo abandonan todo, renuncian al mundo y asuman la vida religiosa. ¿Acaso es gran cosa que yo te sirva cuando todos los seres creados deben servirte? No me debe parecer mucho servirte, sino más bien me parece grandísimo y admirable que hayas querido recibir como servidor a alguien tan pobre e indigno, y reunirlo con tus queridos servidores.
3. Todas las cosas son tuyas, las que tengo y con las que te sirvo. Pero por el contrario, Tú me sirves más a mí que yo a Ti. El cielo y la tierra que creaste para el servicio de los seres humanos están dispuestos y hacen cada día todo lo que les mandas. Va más allá que todo esto que Tú hayas querido servir al hombre y le prometiste que te darías Tú mismo.
4. ¿Qué podré darte yo por todos estos innumerables bienes? ¡Ojalá pudiera servirte yo todos los días de mi vida! ¡Si solamente pudiera yo servirte bien un día! Verdaderamente Tú eres digno de total servicio, de honor y alabanza eterna. Verdaderamente eres mi Señor y yo tu pobre servidor, que estoy obligado a servirte con todas mis fuerzas y jamás cansarme de alabarte. Esto quiero, esto deseo, Tú dígnate suplir lo que me falte.
5. Es gran honor y gran gloria servirte a Ti, y por ti despreciar lo demás. Recibirán gracia muy grande quienes se sometan espontáneamente a tu santísimo servicio. Encontrarán hermosísima consolación del Espíritu Santo quienes por amor a Ti rechacen los placeres sensuales. Conseguirán libertad de espíritu quienes en tu Nombre ingresen al camino difícil y desechen todo remedio mundano. ¡Grato y feliz servicio de Dios que hace al ser humano libre y santo de verdad! ¡Sagrado estado de los religiosos que convierte a los hombres iguales a los ángeles, aplaca a Dios, atemoriza a los demonios, y es recomendable para los fieles! ¡Servicio digno de ser abrazado y escogido, que promete el Sumo Bien y adquiere el gozo que permanece para siempre!
