Un pariente era un francmasón, poco antes de su muerte tuvo la gracia de recibir la unción de los enfermos. La señora Hibbeln dijo: “Se ha salvado. Está en el lugar del Purgatorio donde las llamas no pueden salir, en el pozo de llamas más profundo”. Una vez pregunté [R. Ernst]: “El alma es un espíritu, ¿verdad? ¿Y no puede sufrir los dolores de las quemaduras?” Ella [Úrsula Hibbeln] contestó: “El dolor de la quemadura sólo se siente a través de los nervios en el cerebro; sucede lo mismo en el Purgatorio. El alma siente el dolor como si aún estuviera unida con el cuerpo. Si la persona ha pecado con sus manos, entonces el alma siente el dolor como si las manos fueran puestas sobre las llamas; lo mismo sucede con cada miembro del cuerpo con el que se ha pecado”. 
(Gerard J. M. van den Aardweg, Almas sedientas..., p. 122) 

Veamos lo que le sucedió al padre Stanislao Choscoa, dominico. Está documentado en la Historia de Polonia de Brovius, del año 1590. 

Un día, mientras este santo religioso oraba por los difuntos, se le apareció un alma rodeada de fuego. Él le preguntó, si aquel fuego era más fuerte que el de la tierra. Y le respondió: 

—Todo el fuego de la tierra comparado con el del purgatorio es como un aire fresco. 

—¿Podrías darme una prueba? 

—Ningún mortal podría soportar la mínima parte de este fuego sin morir al instante. Si quieres hacer una prueba, extiende tu mano. 

El religioso puso su mano y le cayó una gota del sudor o del líquido que parecía tal de aquella alma. Fue tan grande su dolor que dio un grito y cayó al suelo desmayado.

Vinieron sus hermanos y trataron de asistirlo. Y él les contó lo que le había pasado, exhortando a sus hermanos a huir hasta del más pequeño pecado para no sufrir aquellas horribles penas. 

Fuente: Ángel Peña Benito, Los santos y las almas del purgatorio, San Millán de la Cogolla 2018, pág. 5-6.