Sean imitadores de mí, como también yo {lo soy} de Cristo.
(Corintios 11, 1)
El padre Pedro Fabro, primogénito entre los hijos espirituales de san Ignacio de Loyola y hombre insigne en santidad y doctrina, daba en Valladolid, entonces corte del rey de España, los Ejercicios Espirituales a algunos grandes de España, con aquella mejora de vida y mudanza de costumbres que suelen causar. Entonces un caballero de los más acomodados de aquella corte, muy rico, muy delicado y criado en delicias, fue a buscar al padre Fabro y pedirle que le diese instrucciones de espíritu y ejercicios que meditar. Mas Fabro, mirando bien el buen color del sujeto y reconociendo que esperaba algún nuevo secreto para darse del todo al espíritu, pero sin dejar el regalado tratamiento de su cuerpo, juzgó que sería lo mismo dar entonces meditaciones a aquel hombre que dar medicinas a un enfermo en el rigor del crecimiento de su calentura. Y así, no quiso proponerle otra cosa que considerase sino solamente estos pocos puntos, sacados de la contraposición entre él y el Salvador:
"Cristo pobre y yo rico, Cristo que ayunó y yo bien alimentado, Cristo desnudo y yo ricamente vestido, Cristo en trabajos padeciendo y yo en delicias gozando".
Dicho esto y exhortándole a que con el pensamiento o con la lengua repitiese muchas veces estas palabras, calló el caballero, prometiendo hacerlo. Con un sencillo despedimiento se fue, llevando poco concepto de Fabro, pareciéndole que no le había enseñado nada y que a él, sin haber estudiado cosas de espíritu, le sugería su pensamiento cosas semejantes o mejores. Mas por cumplir su palabra, andaba tal vez repitiendo vocalmente aquellas palabras; pero aun más como por burla, que por aprovecharse de ellas.
Hasta que un día, hallándose en un espledidísimo convite, con muchos camaradas, entre los platos y bebidas, cuantas podía apetecer el gusto, se le vino oportunamente a la memoria aquel punto:
"Cristo ayunó y yo regaladamente alimentado".
Y en esta ocasión, a la verdad, lo repitió no por burlarse de Fabro sino por llorarse a sí mismo; porque penetró bien el sentido y la fuerza de aquellas palabras con un claro conocimiento y viva compasión de Cristo, cuya hambre e incomodidades no cesaba de comparar con su hartura y regalos. Allí, labrándole como a torno la divina gracia, compuso vivamente la disonancia y deformidad de aquellos dos extremos tan contrarios. Y mirando como que él era un término, y Cristo otro, decía dentro de sí:
"¿Yo, gusano de la tierra, harto; y Cristo, Rey del cielo, hambriento? ¿Yo, cargado de pecados, en delicias; y Cristo, inmaculada inocencia, en incomodidades? ¿Qué indignidad es esta?"
Aquí fue sorprendido de tanta luz del cielo y de tan grande conmoción de afectos, que empezó a suspirar, gemir y llorar copiosamente, de suerte que le precisó quitarse de los ojos de los convidados y retirarse solo aparte para poder soltar la rienda al llanto. Y por hartarse del pan de las lágrimas y beber el vino de la compunción, mucho más dulce va para su corazón que los que había gustado en el suntuoso convite. Allí de nuevo, puesto de rodillas, fijando más y más el pensamiento en aquella contraposición de sí con Cristo, comparaba la excelencia del Señor con su vileza, los méritos del Salvador con sus pecados, y sacaba de ahí argumentos de suma confusión para sí.
"¿Qué deshonra e indignidad es la mía, querer usar vestidos ricos y ostentosos, dormir en delicadas y blandas plumas, cuando mi Dios se ve cubierto de unas pobres y viles ropas y no tiene donde reclinar la cabeza? ¿Qué ignominia, que el criado regale con sainetes y delicias su cuerpo, cuando su Señor maltrata el suyo con ayunos y asperezas? ¿Tendría atrevimiento para ostentarme altivo en la corte con fausto y desvanecimiento, cuando el Rey estuviese humillado en traje y vestido de penitencia? ¿Y podré llamarme cristiano, siendo mis malas costumbres tan contrarias a la vida de Cristo? Preciso es, o renunciar la fe que profeso, o mudar la vida que hago."
Con estos sentimientos en el corazón y lágrimas en los ojos, volvió a buscar a Fabro, y todo lleno de humildad en su semblante y porte, le dijo:
"Padre, vuestras pocas palabras fueron otras tantas saetas que me han atravesado el corazón. Bastantemente he conocido la disforme oposición de mi vida a la vida del Salvador. Dios me ha hablado al corazón y me dice en qué mi salvación consiste:
"No es buen camino el regalo, los convites, la embriaguez: no los deleites impuros de los sentidos, sino solo el vestirse de la librea de Jesucristo. Me veis aquí resuelto a seguir en adelante las pisadas de Cristo".
A estas palabras, acompañadas de tiernas y fervientes lágrimas, lloró también, lleno de consolación Fabro, y le abrazó con gran ternura de amor. Después discretamente le avisó que si de veras deseaba conformarse con las virtudes del Salvador, debía entablar una vida contraria a la pasada y huir de aquellos deleites que antes tanto buscaba, y buscar aquellas mortificaciones y penitencias de que tanto huía. Le dio juntamente aquel recuerdo que dio san Remigio al rey Clodoveo cuando se convirtió a la fe de Jesucristo:
"Señor, si queréis gozar los frutos de una buena conversión, es preciso que adoréis lo que encendisteis y abrasasteis; esto es, la cruz: y que queméis lo que adorasteis; esto es, los ídolos."
Finalmente, entrándole en los Ejercicios Espirituales, le encaminó por la vía del espíritu, y le dio a meditar aquellas solidísimas verdades de la fe, que bien entendidas y rumiadas tienen admirable eficacia para purgar y limpiar el alma de los afectos viciosos y disponerla a las virtudes perfectas. Así se vio en este felicísimo caballero, que se dio todo al estudio de la imitación de la vida ejemplar de Jesucristo.
Carlos Rosignoli SJ, Verdades eternas, explicadas en lecciones, ordenadas principalmente para los días de los ejercicios espirituales, Barcelona 1859, pág. 196-200.
Léase al beato Tomás de Kempis, Libro III, capítulo 33:
LA INESTABILIDAD DEL CORAZÓN Y LA NECESIDAD DE DIRIGIR LA INTENCIÓN FINALMENTE A DIOS
Jesucristo:
1. Hijo; no le creas al deseo que ahora tienes, muy pronto se cambiará en otro. Mientras vivas estarás sujeto al cambio aunque no quieras; porque a veces te encontrarás alegre, a veces triste, unas veces tranquilo, otras perturbado, unas veces devoto, otras sin devoción, a veces atento, a veces descuidado, a veces pesado, a veces liviano. Pero la persona sabia y bien instruida en el espíritu se mantiene firme por encima de todo lo cambiante. No atiende a lo que siente dentro de sí o de qué parte sopla el viento de la inestabilidad sino a dirigir toda la intención de su mente hacia el debido y deseado fin. Porque así puede uno permanecer siempre el mismo e ileso en medio de tan diversos sucesos dirigiendo a Mí sin cesar, la mirada de su incontaminada intención.
2. Mientras más pura sea su intención más constante irá entre tantas tempestades. En muchas cosas se oscurece la mirada de la pura intención porque se observa fácilmente lo que se presenta como agradable y así es raro quien se encuentra libre de la mancha de su propio interés. Así los judíos en otro tiempo, fueron a Betania donde Marta y María no solamente por Jesús sino más bien para ver a Lázaro (Jn 12, 9).
