En Burdeos, en Tartas, en Nay, en Lourdes, en todas partes donde quise estudiar y profundizar alguno de esos actos excepcionales del poder del Altísimo, advertí, no sin profundo estremecimiento, una asombrosa serie de providenciales incidentes que habían precedido y preparado el golpe supremo de la gracia de Dios, correspondiendo a una oración y mandando a la naturaleza.
Enrique Lasserre, Los episodios milagrosos de Lourdes, p. 12.


En el mes de junio de 1872, cerca de tres años después del milagro conmovedor que vamos a referir, el reverendo padre Cipriano María, de los frailes capuchinos, dirigía al padre superior de los misioneros de Lourdes la carta siguiente conteniendo la relación detallada de la curación súbita, inesperada y evidentemente sobrenatural de una tisis pulmonar, absolutamente incurable, en una joven religiosa de diecinueve años, sor María Regis, de la Comunidad de San José, de Estaing:

Tolouse, 24 de junio de 1872
Mi reverendo Padre:

No sé si se acordará usted de una conversación que hace dos años tuve con usted sobre una curación notabilísima entre las curaciones extraordinarias debidas todos los días a la poderosa bondad de Nuestra Señora de Lourdes. Prometí a usted enviarle la relación de este hecho, que me parecía a propósito para edificar a los lectores de los Anuales, pero al hacerle esta promesa había contado sin la rara modestia de la persona que ha sido objeto de este insigne favor. Hacer pública esta narración relatando las circunstancias que la han acompañado, era llamar la atención y hacer pública una gracia que por modestia se quería tener secreta; y no me fue posible por este motivo tan delicado obtener los datos que me eran necesarios para la relación que deseaba mandar a usted.

Pero la Santísima Virgen lo ha dispuesto de otro modo, dando a la persona interesada una prueba inequívoca de que no le agrada el silencio guardado sobre esta curación, y que por el contrario quiere se haga pública. En consecuencia, la persona objeto de tan señalados favores de la Santísima Virgen, ha venido personalmente a buscarme; y sin que yo le hiciera nueva indicación, me ha traído los datos con los cuales yo no contaba.

He aquí, mi reverendo Padre, la relación exacta y concienzuda del suceso, que prueba una vez más el poder y la bondad maternal de Nuestra Señora de Lourdes.

En el mes de septiembre de 1869 fui llamado a dar los Ejercicios del retiro anual a las religiosas de San José, de Estaing (Aveyrón), los cuales me detuvieron ocho días en el seno de esta excelente comunidad. Habíamos llegado al quinto o sexto día de los Ejercicios, cuando me previno la reverenda madre superiora que una joven religiosa estaba en la enfermería con un mal muy grave, y me invitó para que fuera a verla. Me apresuré a complacerla yendo enseguida al lado de la enferma, sor María Regis, de diecinueve años de edad.

¡Cuál no fue mi sorpresa al encontrarla en peligro de muerte próxima, o por lo menos con todos los síntomas aterradores que la caracterizan! Viéndola en este estado, mi primer pensamiento fue preguntar si le habían administrado los últimos Sacramentos, a lo que respondió negativamente la superiora que me había acompañado, añadiendo que no creía el peligro tan inminente; y así era, en efecto, pues la enfermedad en pocas horas había hecho grandes progresos. Se llamó al cura de la parroquia, y mientras tanto me vino la idea de hablar a la enferma sobre Nuestra Señora de Lourdes y de su poderosa intercesión para obtener de Dios toda suerte de gracias hasta las más extraordinarias. Mi palabra fue acogida con entusiasmo. Pusimos en el cuello de la enferma una medalla de Nuestra Señora de Lourdes, y acto seguido se hizo promesa por voto a la Santísima Virgen de ir a visitarla en su bendito santuario de Lourdes si se alcanzaba la curación. El mismo día, en el ejercicio de la noche, propuse a las noventa y cinco religiosas que estaban en ejercicios, que hicieran una novena a Nuestra Señora de Lourdes para su joven hermana amenazada de próxima muerte, cuya novena comenzó inmediatamente.

Desde este momento la enfermedad no hizo ya ningún progreso, y el mal quedó como contenido en su curso; lo que pude notar bien porque todavía permanecí tres días en dicha santa casa, y cuando me fui dejé a la enferma en el mismo estado en que la había encontrado la primera vez que la vi.

Apenas transcurrieron algunos días después de mi regreso a Toulouse, recibí una carta de la madre superiora de las religiosas de Estaing en que me hacía saber la digna madre la completa curación de sor María Regis, acontecida, decía, el último día de la novena. Al mismo tiempo me informaba su partida para Lourdes en compañía de la religiosa milagrosamente curada, a fin de cumplir sin demora la promesa hecha a la Santísima Virgen.

¿Qué había pasado después de mi ida a Estaing? Esto es precisamente lo que nos va a decir la misma sor María Regis en un escrito que puso en mis manos en forma de carta, y en el cual esta afortunada hija de María entra en algunos pormenores muy interesantes sobre su enfermedad y curación. Dicha carta dice así:

«Mi reverendo Padre:

Después de una estancia de dos años en las montañas de los Alpes, en donde mi salud estuvo seriamente expuesta a causa del frío excesivo que allí sufrí, y acaso también por las fatigas que tuve que soportar, mis superiores comprendieron la necesidad de hacerme cambiar de residencia, y fui llamada a Niza, en donde tiene una casa nuestro instituto. Todo se puede esperar, decían, de la temperatura de dicha ciudad, favorable de ordinario a los que tienen mala salud.

Apenas llegué a Niza caí gravemente enferma, y el médico de la comunidad, a quien llamaron en seguida, declaró que tenía el pecho dañado, y me ordenó el régimen que se prescribe a los tísicos. Lo seguí durante un mes en continuas alternativas de vida y de muerte; mas lejos de mejorarse mi estado, se hizo cada vez más alarmante, hasta el punto de que creyeron conveniente llamar a un segundo médico.

Este no se hizo ilusión sobre mi estado. Como su colega, reconoció desde el principio que mi enfermedad era del pecho: confirmó el peligro inminente en que yo me hallaba, y recurrió a los remedios enérgicos que sólo se emplean en el último extremo y cuando toda esperanza está casi perdida. Estos remedios obraron al parecer cierta reacción en mi estado, y me dieron un poco de fuerza. Aprovechando esta circunstancia se apresuraron a llamarme a la casa matriz de Estaing, esperando que el aire natal pudiera serme más saludable que el de Niza.

No fue así, probablemente porque Dios, en sus adorables decretos, había decidido sin duda que todos los medios humanos fueran impotentes para devolverme la salud.

Confiada a los cuidados de una de nuestras hermanas, que quiso acompañarme en este triste viaje, partí para Estaing. El cansancio del camino agravó mi posición; mis piernas se hincharon de un modo extraordinario; y aumentando el mal de día en día, me vi pronto reducida al estado en que usted, reverendo Padre, me encontró cuando vino a darnos los Ejercicios.

Entonces fue cuando tuvo usted la suma bondad de hacerme conocer a Nuestra Señora de Lourdes, de quien yo oía hablar por primera vez. Demasiado débil para tomar parte en la novena que hizo usted empezar para mí el 25 de septiembre, no pude hacer otra cosa que unirme en espíritu y corazón a las oraciones de nuestras hermanas; pero desde este momento sentí nacer en mi alma una grande confianza. Todos los días durante la novena me hicieron beber algunas gotas de agua de la fuente milagrosa, y yo llevaba en el cuello con grande devoción la medalla que se sirvió usted darme.

Sin embargo, nada indicaba aún el fin próximo de mi enfermedad. Durante los nueve días de la novena mi estado fue el mismo, señalándose el último por un acrecentamiento de debilidad y de dolores. La noche de este día inspiraba yo los más vivos temores a las personas que me acompañaban, pues temían, según parece, que acaso sería la última noche de mis sufrimientos y de mi vida.

Si en este momento hubiesen dicho a las religiosas que estaban a mi cabecera prodigándome esos cuidados (cuyo secreto sólo posee la caridad religiosa), que al día siguiente estaría completamente curada, estoy segura de la respuesta que cada una de ellas no hubiera dejado de dar: "Esto no podrá hacerse sin milagro", habrían contestado unánimemente. Pues bien, reverendo Padre, el milagro se ha cumplido. Esta noche, que debía ser para mí la última, fue por el contrario muy tranquila; gusté por espacio de varias horas las dulzuras de un sueño reparador de que no había gozado hacía mucho tiempo.

Al día siguiente aprovecharon esta calma para traerme el Santo Viático. Este fue el momento solemne que la Santa Virgen había escogido para hacer a su pobre sierva la más insigne de las gracias, una de esas gracias que no se olvidan y que transforman una vida entera. ¡Dios quiera que no sea yo infiel a esta gracia!

Apenas había yo hecho la Santa Comunión y dado gracias, según mi flaqueza, en el fondo de mi corazón, al Señor que acababa de darse a mí con tanta bondad en este Sacramento llamado justamente Sacramento de su amor, cuando en el mismo instante y súbitamente ya no sentí ningún dolor, ni siquiera ese pequeño malestar que es la consecuencia de alguna ligera indisposición; al contrario, sentí nacer en mí una fuerza nueva. En seguida pedí levantarme.

La hermana enfermera se sorprendió de esta proposición. Al principio no quiso consentir, y no cedió sino en presencia de mi decidida resolución, pensando que ésta no tendría consecuencias y que me faltarían fuerzas para ponerla en ejecución.

¡Cuál no fue su admiración cuando me vio vestir sin su ayuda! Todavía me parece verla abriendo cuanto podía los ojos cuando yo salté de la cama. Pero a la admiración sucedió una verdadera estupefacción cuando esta buena hermana me vio abrir la puerta, atravesar la terraza, subir veinte gradas de una escalera muy rápida, y dirigirme a toda prisa hacia el aposento de nuestra madre superiora, que aquel día se hallaba indispuesta.

¿Cómo describir ahora la escena que pasó cuando me presenté así inopinadamente delante de esta buena madre? Ésta no quería dar crédito a sus ojos. La sorpresa no le permitía hablar, y sólo pudo recibirme en sus brazos. Mientras ella me abrazaba, sentí que sus lágrimas humedecían mi frente. 

La noticia se extendió rápida como el rayo por toda la comunidad. Todas las hermanas se precipitaron en pos de mí en el aposento de nuestra querida madre; y al verme, la misma exclamación salió de todas las bocas: ¡Milagro! ¡milagro!

Sí, milagro, mi reverendo Padre, Nuestra Señora de Lourdes acababa de obrarlo en mi favor. Yo estaba curada, curada contra toda esperanza.

Con todo, en los días que siguieron a esta curación tan extraordinaria me encontré un poco débil. Todavía me costaba alguna molestia entregarme al trabajo, y comprendí que la Madre de Dios, antes de completar su obra, quería el entero cumplimiento de mi promesa. Partí para Lourdes el 27 de octubre, y una vez en la Gruta sentí romperse los últimos lazos, y cuando concluí mi oración me volví a levantar enteramente libre.

De vuelta a Estaing, después de este viaje cuyo recuerdo no se borrará nunca de mi memoria, me entregué de nuevo a mis ocupaciones ordinarias, y gocé posteriormente de una salud mucho mejor que la que había tenido antes de mi enfermedad.

Tal es el favor, reverendo Padre, de que he sido objeto a pesar de mi indignidad. Usted sabe la razón religiosa por la cual quería yo tenerlo en secreto; pero la Santísima Virgen no lo ha querido, y usted conoce el motivo poderoso que me obliga a publicarlo hoy.»

Aquí termina la carta de Sor María Regis. 

Mi reverendo Padre:

Encargado por la hermana María Regis de transmitir a usted la relación de su milagrosa curación, e instruido del motivo secreto que a ello le obliga después de un silencio tan largo, temería faltar a mi deber demorando un solo día la santa comisión que se me ha confiado.

P. Cipriano María, 
Guardián del convento de Padres Capuchinos de Toulouse

Louis Gaston de Ségur, Ciento cincuenta milagros admirables de Nuestra Señora de Lourdes, coleccionados según los documentos más auténticos, Versión española de la segunda edición francesa, Barcelona 1893, Tomo 1, pág. 47-55.