Sabido es que una de las obras de misericordia es la de enterrar los muertos. El cuerpo del hombre que fue un día templo vivo del Espíritu Santo, y compañero inseparable de un alma criada a imagen y semejanza de Dios, merece ser conservado y devuelto a las entrañas de la tierra de la cual fue tomado. Esto hacemos enterrando los muertos. La Iglesia, Madre siempre cariñosa con sus hijos, los acompaña a su última morada, bendice el sepulcro y el cuerpo del difunto al borde mismo de la tumba, y el ministro de Jesucristo tomando un puñado de tierra la arroja sobre el cadáver, y dándole el postrer adiós, dice: Vuelva el polvo a la tierra de donde salió, y el alma a Dios que la ha dado. ¡Descanse en paz! Amén.
Cuenta Valerio Máximo, que el poeta Simónides paseándose un día por la orilla del mar, vio el cuerpo de un difunto seco ya y tostado del sol, y recogiéndolo con todo cuidado le dio sepultura. Sucedió, pues, que embarcándose unos compañeros del dicho Simónides, y tratando de hacerlo también él, le avisó el alma de aquel difunto que no se embarcase, y a poco rato de haberlo hecho aquéllos se levantó una furiosa tempestad, y todos los referidos compañeros se anegaron en el mar.
Otro día, sigue diciendo Valerio Máximo, se hallaba Simónides en un convite, y llamándole a toda prisa [el alma], salió precipitadamente a la calle, y al momento se hundió la casa, dejando muertos debajo de sus escombros a todos sus comensales...
Fuente: Rev. José Coll, Clamores de ultratumba,
Barcelona 1900, pág. 79-81.