¿Será posible que nos forjemos la ilusión de irnos derechamente a la Gloria? ¡Oh! Así se lo persuaden muchas personas buenas y espirituales, imaginándose que todos los pecados leves de su vida quedan enteramente perdonados de culpa y de pena, ya porque hicieron algunas obras buenas, ya porque trataron de lucrar tales o cuales indulgencias. Muy bueno es practicar virtudes, muy bueno llevar vida mortificada y penitente, muy bueno aplicarse a ganar cuantas indulgencias se pueda; mas después de todo esto no olvidemos que es muy difícil verse totalmente libres de culpas leves, que toda culpa, por leve que sea, merece pena, y que aun personas muertas en olor de santidad, ha revelado el Señor que tuvieron que pasar por el purgatorio.
(Rev. Santiago Ojea y Márquez, Crisol divino, p. 108)
Fray Tomás de Cantímprato da testimonio de haberse aparecido a Santa Lutgarda el Papa Inocencio III, y revelándole cómo había estado en el juicio muy cerca de que Dios le condenase a los eternos suplicios; pero que usando de su infinita misericordia le conmutó las penas del infierno por las del purgatorio, que había de padecer hasta la consumación de los siglos.
Para poder apreciar lo terrible y escrupuloso del juicio, es necesario advertir que aquel Pontífice fue tenido de todos por ejemplarísimo, y cuantos autores han escrito de él encomían su celo, su pericia y heroicas virtudes. Y entre ellos Spondano, al año 1206 de su "Historia Eclesiástica", afirma que además de haber sido muy versado en ambos derechos, fue relevante su piedad para con Dios, su caridad con los prójimos, su constancia y ardor en defender los derechos de la Iglesia y religión católica de los que la impugnaban, y su desvelo en promover la disciplina eclesiástica y buenas costumbres; y que las suyas fueron de grande aprobación: y por último, que motivó su muerte el celo ardentísimo en defender nuestra santa fe.
¿Qué juicio deberemos formar de esto? ¡Dios omnipotente! Si un Pontífice de espíritu tan aventajado, de tan raras y eximias dotes estuvo a punto de ser precipitado en los infiernos, salvándose únicamente por un rasgo maravilloso de la piedad divina, aunque con la obligación de padecer horribles tormentos en el purgatorio hasta el día del juicio final, ¿quién no temblará?
Si los cedros del Líbano se conmueven, ¿qué será de los débiles juncos? ¿qué hombre que tenga un poco de seso no procurará satisfacer en esta vida con penitencias y obras buenas, para no comparecer manchado ante la formidable presencia del Supremo Juez? Si en tales aprietos llegó a verse un varón tan eminente como Inocencio III, ¿qué será de los descuidados y flojos?
Al decir de unos y otros, no parece que aquel Pontífice hubiese pecado nunca mortalmente con plena advertencia y malicia. Los cargos que se le hicieron, se basarían sin duda en debilidades y condescendencias. Quizá hubo de ser engañado por ministros aduladores y lisonjeros, que tan de ordinario suelen ser el escollo de los príncipes; en cuyo caso si cometió o dejó cometer alguna falta grave, siendo como era de rectitud tan notoria, obraría en ello por juicio erróneo, en que sólo pudo caber alguna omisión constitutiva de pecado leve. Esto nos parece a nosotros; pero ¿quién puede sondear los juicios de Dios?
Verdaderamente pone espanto y eriza los cabellos el pensar en este caso tan horrendo; y si de él no sacan escarmiento los obispos y prelados todos, no sabemos qué pensar de ellos. La historia nos dice que hubo pontífices y reyes que exclamaron al morir: "¡Oh quién hubiera sido fraile lego de un convento!" pero ni la historia ni la tradición nos dicen que ningún fraile lego haya exclamado al morir: "¡Oh quién hubiera sido Papa! ¡oh quién hubiera sido rey!" De los superiores todos dice Salomón: "Juicio durísimo se hará sobre los que gobiernan" (Sab 6, 6).
Aprendan todos a temer del ejemplo propuesto. Temamos todos, sí; lo mismo los religiosos que los seculares, los hombres como las mujeres. Resolvámonos a mudar de vida y prepararnos para el gran viaje a la eternidad, que si esto no hacemos, con razón hemos de decir que somos más que necios, locos de atar y enemigos irreconciliables de nosotros mismos.
Asentemos en el fondo del corazón esta profunda máxima:
Si la idea de la eternidad en el infierno le saca a uno fuera de juicio, también la memoria del purgatorio hasta la consumación de los siglos, debiera aterrarle y enseñarle a vivir con temblor.
Fray José Coll, Clamores de ultratumba, Barcelona 1900, p. 174.