Es cosa muy sabida, que todo pecado nuestro, aun después de perdonado, merece pena, la cual nosotros hemos de pagar necesariamente, o satisfaciendo en esta vida, o padeciendo en el Purgatorio. 
(Rev. Santiago Ojea y Márquez, Crisol divino, p. 121)


Un religioso profeso y sacerdote, de la Orden del Cister, llegó a tal desamparo de Dios, que apostatando de su Religión, se hizo capitán de bandidos; y habiendo pasado la vida en varios insultos, sucedió que en uno de ellos salió herido de muerte. 

Le recogieron en sus chozas unos pastores, y llamaron a un confesor, el cual pareciéndole sin duda que el herido no moría por entonces, le suspendió la absolución. Con la aflicción que por ello experimentó el pobre enfermo, se agravó en gran manera su mal; y viendo que moría sin confesión por falta de sacerdote, se dispuso lo mejor que pudo, haciendo varios actos de contrición, pidiendo a Dios con muchas lágrimas misericordia y perdón de sus pecados, con deseo de volver a su monasterio para hacer penitencia en él, y no siéndole esto posible, ofreciéndose a estar dos mil años en el purgatorio. 

Oyó Dios sus gemidos, y aceptó la satisfacción que ofrecía. Murió, pues, el religioso, y fue al purgatorio.

Se contó este suceso a un tío del difunto, que era obispo, el cual luego con mucha caridad ofreció por el alma del sobrino una gran cantidad de limosnas, muchas misas y oraciones. Y el mismo caritativo prelado aplicaba cada día el augusto sacrificio por aquella intención.

Pasado ya un año en que estos sufragios se continuaron, el alma del sobrino se apareció al obispo, y le dijo, que por lo que en aquel año se había hecho por él, Dios nuestro Señor le había perdonado mil años de purgatorio; y que si en el año siguiente se hacía otro tanto, le serían perdonados los otros mil años que quedaba debiendo de las mismas penas. Prometió hacerlo así el misericordiosísimo obispo: en su virtud avisó a todos los que en el año antecedente le habían acompañado a ofrecer sufragios por aquella alma, y terminado el año, hallándose el mencionado tío diciendo misa, como siempre, por su sobrino, se le apareció éste en hábito de monje, con cogulla blanca y resplandeciente, dándole gracias, y diciéndole que por sus oraciones y sacrificios, y por los sufragios que había hecho y ordenado que se hiciesen por él, se le habían perdonado los dos mil años, y subía al cielo.

Fuente: Fray José Coll, Clamores de ultratumba, Barcelona 1900, págs. 175-176.