Abramos los ojos y miremos el peligro en que estamos: miremos dónde asentamos el pie, porque no perezcamos. Que es muy peligroso el estado de esta vida; y con razón le comparó Isidoro Clario a un puente tan angosto que apenas caben los pies, debajo del cual esté un lago de aguas negras, lleno de serpientes y fieras y animales ponzoñosos, que se sustentan de los que caen del puente. A aun lado y a otro hay jardines, prados, fuentes y edificios muy hermosos. Pero así como sería locura del que pasase puente tan peligroso divertirse en mirar los prados y edificios sin tener cuidado de los pies, así es locura de los que pasan por esta vida pararse a mirar los bienes de ella sin mirar por sus pasos y obras. Añade Cesáreo Arelatense, que este puente tiene el mayor peligro en el fin, porque allí es lo más estrecho de él y donde se viene a peligrar, y éste es el paso estrechísimo de la muerte. Miremos en vida dónde asentamos el pie con seguridad para el Cielo, porque en la muerte no le pongamos en vago, y perdamos la eternidad, a la cual viene a parar nuestra vida.
(Rev. J. E. Nieremberg, Diferencia entre lo temporal y lo eterno)
En el año 1839, en Cerdeña, tres jóvenes hermanos fueron a la caza de aguiluchos. Subieron a una alta roca y, dentro de una gran hondura, vieron un nido donde había cuatro crías de estos pajarracos, dispuestos para el vuelo.
¿Cómo poder agarrarlos? Decidieron que uno de los cazadores fuera bajado a aquella enorme grieta atado con una cuerda, con peligro de su vida, y que los otros dos sostuvieran la cuerda para tirar de ella una vez aquél hubiera agarrado los aguiluchos.
Así lo hicieron. Bajó el más fuerte de ellos, armado de un gran cuchillo, y pronto se vio sobre el nido. Entonces atrapó aquellas bestias y las metió en un saco, hecho lo cual gritó a los hermanos que tirasen de la cuerda.
Pero, ¡ay!, en aquel momento llegó el águila madre. Al ver que le arrebataban a sus hijos, se arrojó furiosa contra el cazador con el pico y las garras. El muchacho, para defenderse, daba golpes a ciegas con su cuchillo y mató al águila. Pero, para su desgracia, sus golpes habían dado también contra la cuerda, que quedó casi cortada. Le sostenía sólo uno de los cinco hilos de que constaba la cuerda, mientras sus hermanos tiraban de ella.
Imagínense el espanto del joven al ver debajo de sí el horrendo abismo, sobre el cual se balanceaba sostenido por un hilo.
Por fortuna, el hilo no se rompió y el cazador pudo ponerse a salvo, pero, a causa del gran espanto padecido, encaneció al instante.
Como este joven estuvo colgado de un hilo sobre el precipicio, así está suspendido el pecador sobre el abismo del infierno. ¿Y si Dios, nuestro Señor, cortase el hilo de su vida? ¿Cómo poder reírse en este estado?
Mauricio Rufino, Vademécum de ejemplos predicables, Editorial Herder, Barcelona 1962, N° 1834.