Pongamos delante de los ojos el olvido y engaño miserable en que viven los hijos de Adán — descuidan de cosa tan importante como lo es la vida eterna. Y viven así descuidados, mientras que todo el tiempo se ven amenazados con el paso a la eternidad sin estar preparados. Y no distan de ella más espacio de dos dedos — como dijo un filósofo. He aquí: ¿Qué separa a los navegantes de la muerte, sino el grueso de una tabla? ¿Qué separa al colérico de la eternidad, sino el filo de una espada? ¿Qué hay del soldado a su fin, sino cuanto puede alcanzar una bala? ¿Qué hay del ladrón a la horca, sino la distancia que hay entre el patíbulo y la cárcel? Finalmente, ¿qué distancia le separa al más sano y robusto de la eternidad, sino la distancia que hay entre la vida y la muerte? Y la muerte es muy cercana, pues tantas veces sucede repentinamente. Por lo tanto su venida siempre debe esperarse.

Rev. Juan Eusebio Nieremberg

Lorenzo Surio, en la Vida de San Usualdo, obispo, relata lo siguiente:

 

«Cierto monje sacristán de una iglesia se ocupaba en decorarla con alfombras para una fiesta. Para poner una colgadura se subió a lo alto de una escalera. Entonces se le enredó el paño entre los pies. Cayó sobre el enlosado del pavimento. Dio tan terrible golpe que en el mismo acto quedó muerto.

 

El santo obispo se puso en oración rogando a Dios por el alma de aquel religioso. Mandó que todos los monjes sacerdotes de aquel monasterio celebraran misas y ayunaran por él. Así lo hicieron de muy buena gana, doliéndose de la desastrada muerte de su hermano.

 

Estando el obispo en oración, se le apareció el difunto. Entonces el santo prelado le preguntó:

 

—Dime, hermano, ¿cómo te va?

 

A lo que aquél contestó:

 

—Padre, hasta ayer me fue mal, porque he padecido grandes tormentos. Pero ayer envió Dios un ángel al purgatorio y me sacó de allí. Ahora me voy al cielo a gozar de Dios. Me ha mandado el Señor venir a darte gracias por los grandes favores que me has hecho. Gracias por la caridad que has tenido conmigo en hacer con tanta dedicación los sufragios de ayunos, oraciones, limosnas. Y especialmente te estoy agradecido por la ofrenda de las misas que todos tus religiosos sacerdotes celebraron por librarme del fuego del purgatorio. Me manda el Señor darte gracias por todos estos beneficios.»

 

Cfr. rev. José Coll, Clamores de ultratumba, Barcelona 1900, págs. 378-379.