Porque el primer paso, según el consejo de Cristo, había de ser este de renunciar todo lo que posean, para que, quitados los impedimentos de la perfección cristiana, se empleasen en santas obras y ejercicios de virtudes, con la consideración y memoria de la eternidad que les aguarda para premio de ellas. Había de sonar en nuestro corazón muchas veces esta horrenda voz: «¡Eternidad!, ¡eternidad! No sólo has de morir, sino después de muerto te aguarda una eternidad. Acuérdate que hay infierno sin fin, y ten memoria que hay gloria para siempre.»
J. E. Nieremberg SJ, Diferencia entre lo temporal y lo eterno
En la provincia de San Pablo de los Frailes Descalzos del glorioso patriarca San Francisco, vivió en nuestra edad un religioso de muchas y buenas prendas, así de observancia y santidad, como de letras y prudencia, por las cuales le empleó su Religión [su Orden] en gobernar muchos años. Murió siendo guardián [prelado ordinario, superior], y pocos días después, estando todos los religiosos recogidos por la noche, y entre ellos uno con quien había profesado estrecha amistad, vino al convento y tocó a su celda. A los golpes despertó el amigo que dormía, y el guardián difunto le llamó por su nombre con voz baja y suave, diciendo:
—Hermano, no temas, que soy Fray Martín, tu amigo y guardián difunto; vete a la iglesia adonde te quiero hablar y decir algunas cosas que a ti y a mí nos importan.
No dejó de pasar su sobresalto el buen amigo, oyendo la voz de su prelado difunto; temió como hombre y se confortó como buen religioso, conociendo que era la voz de su amigo, y que sin la voluntad de Dios no podía hacerle daño alguno.
Salió de su celda, santiguándose y rezando el Credo. Llegó al coro y tomó agua bendita. Y el difunto le habló desde la iglesia con voz amigable, y dijo:
—Entra, no temas, que yo también diré eso que vas rezando; no soy espíritu malo, sino tu guardián a quien tanto quisiste.
Con estas palabras amorosas, y conociendo claramente su voz, y lo que más importa, animado del Señor, cobró esfuerzo y entró con aliento en la iglesia, donde vio a su buen padre muy desaliñado y roto, el rostro tiznado y con semblante sobremanera triste y melancólico. Lo admiró su vista, y las primeras palabras que le dijo, fueron:
—¿Qué es esto, hermano mío amantísimo? ¿Cómo estás de esa suerte, cuando todos te juzgábamos en el cielo glorioso?
A que respondió el difunto:
—Son muy diferentes los juicios de Dios y de los hombres; te hago saber que estoy penando mis pecados en el purgatorio, no los que hice en el siglo, los cuales me fueron perdonados cuando hice la profesión en la Religión, y por los Santos Sacramentos de la Iglesia; ni por los que hice en el estado religioso, porque éstos los purgué con la confesión y penitencias, con las indulgencias y otros remedios que nos da la Iglesia: lo que me detiene en las penas son las faltas que cometí en el oficio de prelado, que tuve tantos años, como sabes, del cual di estrecha cuenta en el tribunal de Dios, donde se me hizo cargo de las negligencias del gobierno, y lo que más es, de que con demasiada piedad no castigué algunas culpas por particulares respetos, temiendo vanamente el juicio de los hombres, por no parecerles menudo o riguroso, y que también disimulé algunos defectos que no debía, o indiscretamente pasé por ellos; y si algo hice, fue con demasiada blandura, pusilanimidad o flojedad. No tuve qué responder a estos cargos, de que mi propia conciencia fue testigo, viendo más clara que la luz del sol la justicia divina. Tampoco hice, viviendo, penitencia de estas culpas, juzgándolas por livianas y de ninguna monta; y aun de algunas estaba yo tan satisfecho, que las tenía por reglas de gran prudencia. Entendí que partía de esta vida con la prevención posible a un religioso, no confiado en mis obras, sino en la misericordia de Dios. Mas ¡ay de mí! que acá se hacen las cuentas de otra suerte que allá, y al cielo no se puede llegar con alguna mancha, se ha de purgar todo en el mundo o en el purgatorio; como los cargos eran de piedad, aunque indiscreta, la tuvo de mí la divina clemencia, y me dio licencia para que te apareciese y avisase las diligencias que se habían de hacer para que yo alcanzare el descanso deseado.
Aquí señaló cierto número de Misas y sufragios que se habían de celebrar por él, y luego prosiguió diciendo:
—Dirás asimismo a tus hermanos, que no omitan de hacer todos los oficios y sufragios que pudieren por las ánimas de los bienhechores, de cuyas limosnas se sustentan. Ruégales también de mi parte, que no se descuiden en celebrar el Oficio divino con mucha pausa, devoción y atención, porque se sirve Dios mucho de ello, se alegran los Santos en el cielo, y las ánimas reciben grandísimo alivio en el purgatorio. Avisa también a los prelados, que tengan gran celo en la observancia de esto, de su regla y de todo lo demás que está a su cargo, de que han de dar estrecha cuenta, y no se contenten con ser buenos para sí los que han de cuidar de todos, que por eso me detienen en este destierro privado de la visión divina.
Luego añadió otras cosas que tocaban a su particular, y modo de vida, que el historiador omitió y si pudo, fuera bueno decirlas para el aprovechamiento nuestro, las cuales dichas, le encargó que las encomendase con todo cuidado a la memoria, y dijese a los prelados lo que les tocaba, —porque Dios —añadió— me ha enviado a esto, para que se les diga de tu parte, y no las ignoren, y hagan cosa en contrario.
Y luego desapareció, dejándole avisado, y consolado por su dicha. Y cuidándose de sus penas y libertad, la cual diligenció con toda la solicitud que pudo, para que fuese a gozar de los premios eternos con los bienaventurados en el Cielo.
Rev. Alonso de Andrade, Itinerario historial que debe guardar el hombre para caminar al cielo, págs. 498-499.