Cuando tenía cinco o seis años hacía capillas o iglesias con arcilla. Al toque de las horas, decía la oración que nos había enseñado mi madre: “Dios sea bendito. Ánimo, alma mía, el tiempo pasa y llega la eternidad. Vivamos como debemos morir”. Y rezaba un Avemaría... Cuando tocaban a misa, pedía que le guardaran el asno y las dos ovejas que cuidaba para asistir. Años después recordará: "Cuando iba a los campos, hacíamos procesiones y yo siempre hacía de sacerdote... Dirigía las oraciones, cantaba y hasta les predicaba. ¡Qué feliz era cuando iba a los campos y guardaba mi burro y mis ovejas!"
Rev. Ángel Peña O.A.R., Cura de Ars, p. 8.
Juan Vianney comienza a manejar pesados aperos de labranza. Ha dejado ya a Gothon y a su hermano Francisco, que frisa en los nueve años, el cuidado del rebaño y él ayuda a su padre, a su hermano mayor y al mozo de la granja. Según las épocas del año, ara la tierra, cava la viña, recoge las nueces y las manzanas, abre los surcos, poda los árboles y ata los haces de leña en el monte. Se ocupa todavía en el cuidado de los animales del establo, en segar el heno, en el granero, en la vendimia, en el lagar. Acciones pequeñas en sí, pero que pueden ser grandes, según la intención que las anima.
Para Juan-María fueron de gran valor, porque las ofrecía a Dios de corazón todos los días. Más tarde, él mismo nos explicará el secreto de la vida interior de su juventud.
—Es menester, —dirá en una de sus catequesis —ofrecer a Dios nuestros pasos, nuestro trabajo y nuestro reposo. ¡Oh, cuán hermoso es hacerlo todo por Dios! Ea, alma mía, si trabajas por Dios, trabajarás tú, mas Dios bendecirá tus obras; serás tú quien andarás, mas Dios bendecirá tus pasos. Todo lo tendrá en cuenta; la privación de una mirada, de un gusto, todo quedará escrito... Hay personas que saben aprovecharse de todo, aun de las inclemencias del tiempo; hace frío y ofrecen a Dios sus pequeñas molestias. ¡Oh, qué belleza ofrecerse a Dios en sacrificio todas las mañanas!
De esta manera, en los campos y en la granja santificaba Juan-María su alma; un mundo invisible estaba siempre presente ante él; mas no por esto era indolente y soñador; su complexión era robusta y por temperamento inclinado siempre a la acción.
Un día, poco después de la primera comunión, fue a la viña con su hermano Francisco. Una vez allí, quiso trabajar tanto como su hermano, muchacho de quince años, y por la noche llegó a casa extenuado y rendido.
—¡Ah! —dijo a su madre—, estoy agotado: he querido seguir a Francisco.
—Francisco —dijo la madre compadecida—, no corras tanto o ayúdale un poco. ¿No ves que es más pequeño?
—¡Oh! —replicó Francisco, plácidamente—, Juan-María no está obligado a hacer lo que yo; ¿qué diría la gente si el mayor adelantase menos en el trabajo?
«Al día siguiente por la mañana —Margarita Vianney es quien nos ha conservado tan interesantes recuerdos—, una hermana de la Antiquaille de Lyon llegó a la casa paterna. Dio a cada uno de nosotros una imagen. Tenía una estatuita de la Santísima Virgen encerrada en un estuche. Todos la queríamos. Mas la regaló a Juan-María. Al otro día, se fue como de costumbre a trabajar con Francisco. Antes de poner manos a la obra, le besó devotamente los pies y la puso delante de sí tan lejos cuanto le fue posible. Cuando llegó al sitio donde estaba, volvió a tomarla con gran respeto e hizo como la primera vez. De regreso a casa dijo a su madre: Confiaré siempre en la Virgen. Hoy la he invocado y se ha dignado ayudarme: ya puedo seguir en el trabajo a mi hermano y no siento fatiga alguna.»
Francisco y Juan-María trabajaron uno junto a otro por espacio de ocho días.
Trabajaban en silencio, como dos trapenses. Para no molestar a Francisco, Juan-María rezaba en voz baja o mentalmente.
—Ea —pensaba él, al dar las azadonadas—; de esta manera hay que cultivar el alma; es menester arrancar las malas hierbas y prepararla para una buena sementera.
Mas cuando se hallaba solo en el campo, abría su corazón a todas las efusiones; mezclando su voz con los gorjeos de los pájaros, rezaba sus oraciones y entonaba cánticos piadosos. Conservaba desde su infancia la costumbre de saludar a la Virgen al dar cada hora y juntaba al Avemaría esta sentida fórmula:
"¡Bendito sea Dios! ¡Ánimo, alma mía!, el tiempo pasa; la eternidad se acerca. Vivamos tal como hemos de morir. Bendita sea la Inmaculada Concepción de María, Madre de Dios."
Después de comer, cuando descansaban juntos, Juan- María se tendía como los demás sobre la hierba, pero «fingía dormir y rogaba a Dios de todo corazón».
Rev. Francis Trochu, El Cura de Ars, Ed. Palabra, 9. edición, págs. 57-59.
