Podemos mencionar como hecho extraordinario, el perfume maravilloso de flores, un aroma celestial que gran número de visitantes han percibido en el lugar de las apariciones.
(A. M. Weigl)
El hecho ocurrió en Malavicina, pequeña población de la Provincia de Mantua. Oliva Sudiro-Zanotto, de 80 años de edad, madre de un sacerdote y un médico, fue curada milagrosamente de una gravísima enfermedad de la piel, un eczema que la había hecho padecer durante 42 años, localizándose en los brazos, las piernas y la cara, desfigurándola de tal manera que parecía leprosa. Todos los remedios y tratamientos, habían resultado inútiles, a pesar de los amorosos cuidados de su hijo médico y de numerosas tentativas clínicas y hospitales.
Una tarde la enferma se acostó con todas sus incurables dolencias y a la mañana siguiente se despertó sana. Esto ocurrió en septiembre de 1968. No se le dio publicidad al hecho sin antes haber obtenido el diagnóstico médico y los exámenes, análisis y radiografías que confirmaron la desaparición de la enfermedad.
Profesores, médicos y enfermeras que habían tratado a la señora Oliva, están acordes en reconocer unánimemente que sólo una intervención milagrosa pudo devolverle la salud.
(El Padre Gerhard Hermes trata sobre este asunto en la revista alemana “Der Fels” - enero 1971).
Un día quisimos conocer personalmente a la señora Oliva Sudiro y la encontramos en la casa parroquial de Malavicina, en donde vive con su hijo sacerdote, párroco del lugar. Con conmovedora sencillez cuenta ella su historia:
“Durante 42 años estuve gravemente enferma y nadie pudo aliviarme. ¡La Virgen lo hizo en una noche y a mí misma me parece un sueño este gran milagro que ha obrado en mí! La enfermedad tuvo comienzo pocos días después del nacimiento de Alessandro, mi hijo menor que hoy es médico.
No sé cómo contraje este mal. Al principio se me hincharon las manos, luego la cara y las piernas. La piel se me cubrió de pústulas, provocando un insoportable salpullido. La sangre no circulaba bien y las llagas se llenaron de pus. Tenía que vendarme continuamente para evitar que sangraran y se mancharan las sábanas y la ropa en general.
Somos gente pobre, no disponíamos del dinero necesario para un médico, ni me era posible quedarme por largo tiempo en el hospital. Continué trabajando y para mi alivio usé las hierbas medicinales que me aconsejaban los campesinos y remedios caseros, que probablemente me hicieron más mal que bien. La época de mayor sufrimiento era la del verano, cuando el calor me aumentaba las molestias. Sufría de insomnio y me pasaba las noches en vela sin poder reprimir mis lamentos. Durante el día iba a trabajar al campo.
Tenía un hijo en el Seminario y el más joven empezaba su estudio de medicina y era menester conseguir el dinero necesario, pues yo no quería tronchar sus aspiraciones. Con el trabajo en el campo las heridas estaban expuestas al polvo y al sol; perdía las uñas de los pies y también de las manos. La inflamación de la cara me cerraba totalmente los ojos y no podía ver nada. Solamente la fe en Dios, me ayudó a soportar tanto tormento; si hoy recuerdo todo lo que sufrí, yo misma no alcanzo a comprender cómo sobreviví sin desesperar y enloquecer.
Cuando mi hijo se graduó de médico, no omitió esfuerzo alguno para aliviarme, me sometió al tratamiento de especialistas y hospitales, pero sin ningún resultado favorable. Mi caso se complicó cuando enfermé de diabetes. Un día la enfermera advirtió que de los pies se me desprendía la carne en forma de tira al poco tiempo el mismo mal me acometió en las manos. Quedé convertida en una leprosa y no me atrevía a salir ni siquiera a la puerta de la casa.
En septiembre de 1968 me visitó un hermano de la Orden de San Camilo, paisano y conocido mío. Al verme en tal estado, se conturbó su ánimo de tal manera que no pudo articular palabra. Unos días más tarde me envió un frasco con el agua bendita de Montichiari, advirtiéndome que era milagrosa. No tenía noticia de los sucesos allí ocurridos, pero mi sufrimiento era tan grande que decidí hacer la prueba.
Antes de retirarme a dormir, me eché el agua del frasco en las llagas de piernas, manos y cara, me coloqué de nuevo el vendaje y me dispuse a pasar la noche en el martirio acostumbrado.
¡Cosa rara!, dormí profundamente y me desperté apenas al toque del Angelus. Hacía 40 años que esto no me había sucedido. Desperté a mi marido y le dije:
—Me siento mejor, quiero ir a Misa...
Él me replicó:
—No saldrás de la cama, ya sabes que ni siquiera puedes sostenerte en pie.
Un misterioso impulso me obligó a levantarme, puse los pies en el suelo, pude enderezarme y me sentí fuerte. Mi esposo me miraba asombrado. Me vestí rápidamente y me fui a la iglesia para asistir a la Santa Misa.
Algo raro y bienhechor me había pasado; estaba impaciente por llegar a casa. Apenas terminada la Celebración Eucarística, me fui a mi cuarto y me quité las vendas. Pasmada por la admiración vi que las llagas habían desaparecido de mis piernas y de mis manos. Fui a mirarme al espejo y también mi cara estaba completamente normal. Llamé a mi esposo y a mi hijo y ellos también atónitos por la sorpresa constataron mi curación.
—¡Es la Madona! ¡Es un milagro!... —repetí una y otra vez, sin comprender que tal prodigio se hubiera verificado en mí."
Oliva Sudiro termina su historia mostrándome sus manos y brazos enteramente sanos, también su cara, está libre de toda huella del terrible mal que la había desfigurado durante cuarenta años. (P. Hermes, “Der Fels”, 1/1971).
A. M. Weigl, María - "Rosa Mística ". Montichiari - Fontanelle, págs. 51-55.
