Fray Antonio Corso, capuchino, fue tenido por varón de gran santidad. Poco después de muerto se apareció al enfermero de su convento. Le dijo que estaba en el purgatorio. Y la pena que sufría era de dos maneras. —La del sentido —le dijo— es tan grave, es tan atroz, que no puede explicarse. Pero la que no tiene comparación y sobrepuja a todo humano concepto es la pena de daño, que priva de la visión beatífica del Sumo Bien. Faltándome éste, todo me falta. Y seré siempre la más infeliz criatura mientras estuviere lejos de Dios. Por lo cual encomiéndame a todos los religiosos para que me ayuden eficazmente con sus sufragios, pues yo no puedo estar más sin mi Dios.
(Anales de los Padres Capuchinos, año 1548)
San Antonino dice que —viviendo San Nicolás de Tolentino, de la Orden de San Agustín—, una noche después de los Maitines se quedó algún tanto dormido. Le parecía que un alma con muy grandes y gemebundas voces le decía:
—Hermano Nicolás, varón de Dios, mírame.
Se volvió el santo religioso y —no conociendo al que le hablaba—, le preguntó:
—¿Quién eres?
—Yo soy —respondió el alma— Fray Peregrino de Ausino, a quien tú conociste. Estoy en el purgatorio y soy atormentado en esta llama. Te ruego humildemente que te dignes celebrar la misa de réquiem por los difuntos, a fin de que me libre de estas penas.
A lo cual respondió San Nicolás:
—Hermano, mucho siento no poder complacerte. Pero hoy es domingo y no es permitido celebrar la misa de difuntos. Además soy hebdomadario, y tengo que cantar la misa solemne conventual.
A estas razones replicó el alma:
—Ven, venerable padre, y juzga por ti mismo si es bien hecho, y si te conviene aceptar la petición de una multitud de almas que están en tanta miseria y trabajo, y me enviaron a mí a pedir vuestros auxilios.
Le parecía a Nicolás que el alma lo llevaba fuera del monasterio. Ahí en el fondo de un dilatado valle veía una muchedumbre innumerable de hombres y mujeres de diferentes edades y estados. Todos ellos padecían gravísimos tormentos. Y todos le rogaban que dijera una misa por ellos, que la mayor parte se vería entonces libre de aquellos suplicios.
Despertó el santo. Y con la compasión grande que tuvo de aquellas almas, comenzó a rogar al Señor con muchas lágrimas. Pidió licencia al padre prior para decir toda aquella semana misas por los difuntos. Y con el permiso de aquel superior así lo hizo con mucha devoción.
Terminada la semana, se le apareció de nuevo el alma de fray Peregrino. Le dio las gracias por su grande caridad. Le afirmó que así él como una gran parte de aquellas ánimas que había visto, fueron libres de las penas y se iban a la gloria.
Rev. José Coll, Clamores de ultratumba, Barcelona 1900, págs. 344-346.