Este pensamiento [en la eternidad] le fue causa que se desvelase tanto [David]; porque en él pensaba antes que saliese el sol, y en él se estaba pensando muchas horas después de puesto, con tan grande asombro de lo que es eternidad, que le faltó el aliento, como él mismo dice, y se estremecía con el vivo concepto que hacía de lo que es perecer eternamente en el infierno o gozar de la bienaventuranza para siempre.
(J. E. Nieremberg, Diferencia entre lo temporal y lo eterno)


En la vida de San Juan el Limosnero, que Leoncio, obispo de Chipre, nos dejó escrita, se lee, que en aquella isla vivía un hombre no menos rico que avaro. Cierto día que llegaba éste a su casa en ocasión en que le traían el pan, un pobre le pidió limosna con tan reiteradas instancias, que montando en cólera aquel rico lo llenó de injurias, concluyendo por arrojarle con furia a la cara uno de aquellos panes.

Dos días después, cayó el rico gravemente enfermo, y en un sueño que tuvo le pareció que era presentado al tribunal divino, y que en una balanza pesaban los demonios sus malas obras: los ángeles quisieron contrapesarlas cargando en la otra las buenas, pero no hallaron otra cosa más que aquel pan arrojado al pobre, que pesaba muy poco. A pesar de ello le dijeron aquellos bienaventurados espíritus, que por haber dado aquel pan, aunque de tan mala gana, Dios le permitía volver a la vida.

Resucitó, o mejor despertó de aquel sueño, e hizo tal cambio de vida, que empleó toda su hacienda en obras de misericordia, llegando hasta la heroicidad de venderse a sí mismo por esclavo, para socorrer con el precio a los pobres, con lo que alcanzó una santidad esclarecida.

Fray José Coll, Clamores de ultratumba, Barcelona 1900, págs. 472-473.