Casimiro Korsak hacía Penitencia por los malvados Nobles

 

La tristeza de verdadera penitencia que tiene el alma es su salvación. Su tristeza es obediente, afable, humilde, benigna, suave y paciente. Es así porque procede del amor de Dios. Como tiene el deseo de la perfección, el alma así triste sufre con muy grande constancia. Soporta tanto los trabajos del cuerpo, como los desconsuelos anímicos. El aprovechamiento espiritual que ella espera sacar lo procura de una manera alegre y esforzada. Y la persona así se conserva siempre con un semblante muy amoroso y un corazón muy dilatado. Porque tiene ya en su alma los frutos del Espíritu Santo.

Casiano, Colaciones, p. 134.

 



Nacido en una antigua Casa noble y rica en Lituania

 

Casimiro Korsak nació en una antigua casa noble y rica en Lituania. No tenía otros hermanos, solo una hermana. Desde su primera juventud sintió una gran inclinación hacia Dios, hacia el desprecio del mundo. Pero no le llegó inmediatamente la luz de arriba acerca de qué camino tomar.

 

Después de graduarse, se dedicó a la caballería y libró guerras. Deseaba, como sus antepasados, saldar la deuda con su tierra natal. Sin embargo, en esta profesión, a través de frecuentes inspiraciones, Dios le dijo que debía buscar la salvación de su alma en un simple estado campesino. Casimiro vaciló mucho tiempo. Porque le costaba descender de inmediato del señorío a la última humillación y pobreza en la que suelen vivir los campesinos [en aquel entonces].

 

Mientras peleaba consigo mismo, otro incidente le ayudó a conseguir la victoria sobre el orgullo y la vanidad del mundo:

 

Su coronel lo puso a la cabeza de un grupo de tropa destacado para alguna acción. Como Casimiro no había escuchado de ningún peligro directo por parte del enemigo, se instaló en un pueblo para pasar ahí la noche con sus soldados y se durmió pacíficamente. Entonces, inesperadamente, el enemigo les cayó encima a altas horas de la noche. Los soldados se levantaron sobresaltados y Casimiro alarmado se puso de pie en un salto también. Intentando a vestirse rápidamente en el cuarto oscuro, en lugar de su ropa de caballero, se puso el abrigo del campesino. Así vestido, se subió a su caballo, atacó a los tártaros enemigos y felizmente logró rechazarlos.

 

El amanecer ya ha comenzado. Y Casimiro se ve a sí mismo. Se ve a sí mismo con ese vestido de campesino y no con su vestido de gentilhombre. E inmediatamente oye una voz interior que le dice:

 

—Bueno, Dios te viste así; este es el vestido con el que Dios quiere salvarte.

 

Casimiro lo reflexiona cuidadosamente. No quiere oponerse a la voluntad divina. Distribuye caballos, vestidos y utensilios a los pobres. Se instala en el desierto y allí, viviendo solo de raíces y hierbas, pasa tiempo en oración.

 

Sin embargo, aquí tampoco estaba tranquilo. Le parecía que todavía no estaba haciendo lo que Dios quería. Por lo tanto, considerando sus pasadas inspiraciones para una vida rural y trabajadora, rompió el resto del orgullo del mundo dentro de sí mismo. Y como estaba exhausto por el ayuno, quemado por el sol, cubierto de barba crecida y andrajoso, se fue a cierta aldea. Ahí se ajustó para servir en casa de un campesino. Y de tan buena gana y fidelidad cumplía con las faenas del campo como si se hubiera adiestrado en ellas desde su nacimiento. Al mismo tiempo, Casimiro siempre era devoto, modesto en su porte, humilde y obediente.

 

Al verlo su anfitrión así, lo respetaba mucho. Al mismo tiempo quería agradecerle dándole a su única hija como esposa. Pero Casimiro se disculpó. Y temiendo que su amo pudiera volver a insistir en ese casamiento y deseando humillarse más todavía, se mudó a su aldea hereditaria de antaño. Ésta ahora pertenecía a su hermana. Allí se ofreció a su antiguo súbdito como peón.

 

Como estaba cubierto de barba crecida, demacrado y envejecido, no lo reconoció nadie. Ni siquiera su propia hermana, que lo veía más de una vez cuando iba a la corte por servidumbre, descubrió quién era. Además, los que le habían servido en otro tiempo ahora lo atormentaban. A menudo lo golpeaban con palos, lo ofendían con palabras más injuriosas. Incluso su propia hermana, mujer violenta y cruel con sus súbditos, lo condenaba a fuertes palizas. Él soportaba todo esto con santa paciencia y silencio. Y pedía a Dios que aceptara sus dolores como una pequeña penitencia por los pecados de los amos malvados.

 

Sobrevivió durante siete años en tal trabajo y tormento. Y al final se debilitó fatalmente y se enfermó. Su anfitrión, al ver esto, se entristeció mucho por él. Y Casimiro le pidió que le trajera un sacerdote, diciendo:

 

—Vaya a la vía pública. El sacerdote que encontrará allí, tráigamelo.

 

El anfitrión lo hizo de buena gana. Y se encontró de hecho con un sacerdote que estaba de viaje, de apellido Podolec. Lo invitó a atender al enfermo.

 

Casimiro saludó al sacerdote en latín, lo que lo sorprendió mucho. Luego le hizo una confesión general de toda su vida y le contó los consuelos que había recibido de Dios en este estado campesino que algunos tanto desprecian. Finalmente, le arrancó al sacerdote la promesa de no revelarle el secreto a nadie. Y pidió que lo enterraran en el cementerio del pueblo, colocando una simple cruz de madera sobre su tumba.

 

Habiendo completado este acto, confió su espíritu puro en las manos de Dios.

 

El padre Podolec guardó fielmente su secreto. Porque recién después de su muerte encontraron en sus papeles la historia completa sobre Casimiro Korsak.


Fuente: Lucjan Siemieński, Czytanie postępowe, Zbiór powiastek moralnych, wschodnich, legend, żywotów, obrazów moralnych i przypowieści polskich, Leszno i Gniezno 1848, págs. 99-101.