¡Santa Madre de Dios, arca de la nueva alianza, santuario vivo del Dios Salvador del mundo! Cosas muy maravillosas he oído referir en alabanza de vuestro poder, y sobre todo de vuestra bondad. Gloriosa dicta sunt de te, Civitas Dei.
Abate Fourcade



Abajo acababan de terminar la segunda decena. Bernadette se estremeció imperceptiblemente.

«Ahí está la claridad. —Y un instante después—: ¡Ahí está! Lleva el rosario colgando del brazo derecho. Os está mirando.»

Las pequeñas entornaron los ojos, preguntándose qué era, sin ver nada. Tampoco vieron mucho más cuando Bernadette anunció los saludos o las sonrisas de la señora y rodeó con un brazo el cuello de su vecina para conducirla hasta el eje de la hornacina. Intrigadas, emocionadas e irritadas, sólo vieron cómo su amiga empezaba a moverse enérgicamente. Llevaba la botella que le había pasado su vecina. Dejemos que sea ella quien nos lo cuente.

«Empecé a echarle agua bendita mientras le decía que si venía de parte de Dios se quedase, y si no, que se fuese, y me daba prisa en seguir echándole agua.

Ella sonrió, inclinó la cabeza y cuanto más la rociaba yo, más sonreía ella e inclinaba la cabeza, y más la veía yo hacer sus señas... y entonces, muy asustada, me apresuraba a rociarla y lo hice hasta que la botella se vació.»

Las otras contemplaron la escena con curiosidad y preocupación. Delante de la caverna, perforada por tanto misterioso agujero, el enigma de la presencia invisible (¿maléfica o benéfica?) las obsesionaba más de lo que se atrevían a confesar. Si no fuese por el sentimiento de ir en grupo...

De pronto, en lo alto, oyeron un fragor breve y sordo, una especie de estallido entre la hiedra, algo que caía en picado, estallaba abajo, muy cerca de Bernadette... y «saltaba» al Gave, donde salpicaba el agua. ¿Qué pasaba? Antes de averiguarlo, varias niñas presas del pánico ya habían escapado dando gritos. Creían que «la cosa» las perseguía.

El hermano Cérase, que en ese momento iba paseando por la carretera de Pau, a trescientos metros del Gave, vio la bandada de niñas en la cuesta, corriendo de cara a las que bajaban y entre sus gritos reconoció algo en común:

«¡Escapemos! ¡Eso nos persigue!»

En lo alto, Jeanne Abadie, que se preparaba para disfrutar de la «bonita broma» que había tramado, ya no se sentía tan orgullosa. Pues ella era la que había sembrado el pánico. De forma impulsiva, había traducido el descontento del grupo que se encontraba con ella ahí arriba. «Ya que no nos han esperado, voy a darles un susto», había anunciado con expresión misteriosa.

Dicho y hecho. Desde lo alto de la escarpadura arrojó una piedra «grande como un sombrero». «¡Yo te aplastaré tu señora blanca!» La piedra cayó proyectando algunos pedazos a la derecha de Bernadette, antes de terminar su carrera en el Gave. Apenas la vio caer por la pendiente, Jeanne se llevó la mano a la boca dándose cuenta de que acababa de cometer una tontería. El temor de las que huían se apoderó de ella. Mientras empezaban a explicarse, una chica volvió de abajo, menos nerviosa aunque no menos asustada que sus compañeras. «La has matado», le gritó a Jeanne Abadie. La recién llegada reprimió su primer impulso de escapar e intentó llevarse a Bernadette. Pero la vidente seguía allí, pálida e inmóvil, sin responder...

Al oír esto, unas escaparon, mientras otras bajaron hasta la gruta para encontrar a su amiga en el mismo estado: los ojos desmesuradamente abiertos y pálida como la cera. El estrépito de la piedra que hacía un instante había conseguido asustarla un poco casi la había hecho atrincherarse en el éxtasis que empezaba a adueñarse de ella. Durante toda la primera parte de la aparición, sin dejar de «ver», había podido hablar con las otras con entera libertad. Ahora, ajena al mundo exterior, se hallaba absorta en la visión.

«¿Qué te pasa? ¿Dónde te duele? ¡Responde!»

No hubo respuesta. Bernadette seguía arrodillada con las manos juntas. Sus ojos, clavados en el agujero del peñasco, no parpadeaban. Sus compañeras empezaron a empujarla y a zarandearla, tratando de forzarla a levantarse, pero aunque apenas oponía resistencia, parecía muy, muy pesada, un verdadero saco de harina.

¿Era aquel misterioso estado en que estaba lo que la hacía tan pesada? ¿O bien era el temor lo que impedía a las niñas tocarla y llevársela de allí como habrían hecho en otras circunstancias? En cualquier caso, el fardo era superior a sus fuerzas. Era preciso pedir ayuda.

Las que salieron a buscar ayuda no tuvieron que andar demasiado, pues la madre del molinero de Savy, Jeanne Barrau-Nicolau, y su hermana, Jeanne-Marie, que iban paseando por el pie de la cuesta, subieron al oír los gritos y ahora se las veía bajar por el sendero que llevaba a la gruta. También ellas intentaron levantar a Bernadette, también sin éxito. Regresaron al molino; ahí hacía falta un hombre.

Antoine, el molinero, un mocetón de veintiocho años, bajo y fornido, casado hacía dos años, se estaba vistiendo para ir al albergue a celebrar el carnaval.

«Bernadette Soubirous está en la gruta. Está viendo algo. No sé qué es, pero no puedo traerla. Ven a ayudarnos, tú que eres fuerte.»

Antoine Nicolau interrumpió su aseo y acudió a todo correr, sin recoger siquiera la gorra y la chaqueta. En el camino se cruzó con Pauline Bourdeau, que huyó asustada. Abajo sólo encontró a «tres o cuatro niñas pobres» llorando. Bernadette continuaba en el mismo estado. Para el molinero, a quien ningún temor empujaba a dramatizar, la escena adquiría un cariz distinto del que tenía para las niñas. A pesar de las prisas, se quedó un momento mirando sencillamente.

«Bernadette estaba de rodillas... con los ojos muy abiertos, clavados en la hornacina..., las manos juntas... el rosario entre los dedos. Las lágrimas le caían por la cara. Estaba sonriendo y tenía una expresión hermosa... más hermosa que todo lo que yo he visto. Me dio pena y alegría, y todo el día me sentí conmovido al pensar en ella... Me quedé quieto un rato, mirándola... Las chicas estaban como yo, se decían algo unas a otras; mi madre y mi tía estaban tan embelesadas como yo... Miré hacia la hornacina, pero no vi nada. A pesar de su sonrisa, me daba pena lo pálida que estaba.»

Fue la tía Nicolau quien puso fin a la contemplación.

«Tómala, y vamos a llevárnosla a casa.»

Nicolau la levantó tomándola por debajo de los brazos, por detrás. Bernadette no emitió «ningún gemido; sólo una respiración un poco
rápida». Para llevársela, él la tomó por el brazo derecho, mientras su madre la tomaba por el izquierdo. De cerca pudo verle la cara brillante por las lágrimas. A falta de pañuelo, se las secó con los dedos. Luego intentó sacarla de allí. Opuso más resistencia de lo que cabría esperar de aquel gato flacucho que no pesaba ni la mitad de un saco de harina.

Nicolau entendió qué estaba pasando: lo que la retenía era lo que ella estaba viendo, con los ojos «clavados en lo alto». Entonces abordó la dificultad por su causa.

«Le tapé los ojos con la mano e intenté obligarla a inclinar la cabeza, pero ella la levantaba y volvía a abrir los ojos con la misma sonrisa.»

Se la llevaron de todos modos hasta abajo del corto sendero. Pero allí la dificultad aumentaba debido a la acusada pendiente y al terreno que se desmoronaba.

«Mi madre la sostenía por una mano y yo por la otra, los dos tirábamos de ella hacia delante..., mi tía y las niñas [empujaban] por detrás. Ella hacía un esfuerzo para bajar sin hablar, y había que ser fuerte para arrastrarla. Mientras subía, seguía estando pálida, y mantenía los ojos abiertos y fijos. Cuando llegué a la llanura estaba sudando.»

El molinero se enjugó el sudor. Su ánimo se debatía entre la admiración y la inquietud. Le costaba forzar a aquella niña de otro mundo. Algo confundido, la acompañó por la pendiente, donde su tarea se hizo más fácil. Se sentía conmovido al contemplar la cara transfigurada de la niña. De vez en cuando le secaba los ojos con sus gruesos dedos, como si pretendiera disculparse. No conseguía entender cómo podía derramar aquellas lágrimas mientras sonreía tan dichosa.

Toinette, tan animosa al planear la expedición, se volvió a Marie Choutou acusándola de ser la responsable.

«Tú tienes la culpa de todo..., de que mi hermana se vuelva imbécil.»

Un señor con bastón y sombrero, Romain Pimorin, propietario del prado de enfrente, que estaba dando un paseo, lanzó una mirada desaprobadora al grupo y pasó altivo. Un hombre del valle de Batsurguère, en blusa y boina, subía también en aquel momento, de regreso a su casa. Al ver a la comitiva que mostraba tal desasosiego, se detuvo un instante adoptando una actitud bonachona y animosa. La chiquilla que sonreía no parecía estar enferma.

«No se asusten, no será nada.»

Por más que Bernadette seguía igual, el grupo recobró un poco el ánimo. Una pausa más junto a la fuente Brioulente, y ya era la última etapa. Por fin llegaron al molino de Savy. En el umbral, Bernadette, que seguía con la cara y los ojos vueltos hacia arriba, agachó la cabeza; su sonrisa se apagó y el color volvió a su cara.

Desde el momento en que cayera la piedra, la vidente había perdido la conciencia del mundo exterior. No hubo desde entonces más que la sonrisa de Aqueró. No se había dado cuenta ni del trayecto ni del cambio del paisaje, ni del esfuerzo y los gritos. Y ahora volvía a encontrarse en el mundo, con los pies en el suelo; ruido, agitación.

La sentaron. Se vio rodeada por un círculo de caras llenas de curiosidad. En primer plano vio la nariz aplastada del molinero y sus ojos verdeazulados que la contemplaban interrogantes y muy vivaces por debajo de las cejas. Algo emocionado, sonreía a duras penas y bromeaba torpemente para disimular su emoción.

—Pero ¿qué es lo que ves en ese agujero? ¿Ves algo feo?

—Es una muchacha muy bonita, lleva un rosario colgando del brazo...

Bernadette, enteramente penetrada aún por su contemplación, imitó el gesto de Aqueró: juntó las manos, «palma contra palma», según tradujo el molinero. Del círculo de caras que se apiñaban a su alrededor surgieron nuevas preguntas, en medio de una gran confusión.

Aquel retorno al mundo de todos los días era penoso. Sobre su cuerpo, de regreso a una vida más mustia, Bernadette notó entonces las uñas de las amigas, que la habían agarrado del brazo, como si ella fuera un saco, y el rudo apretón del molinero en la parte superior de su brazo derecho. Se percató de lo desordenada que llevaba la ropa, que le habían tironeado por todas partes, y del cansancio del forcejeo sostenido sin darse cuenta contra esa jauría bienintencionada que pretendía separarla de su felicidad. Aquello le dolía un poco...

Pese a todo, sentía que una gran calma la aislaba y la mantenía por encima de todo el alboroto: algo nuevo que no sabría cómo explicar habitaba en su corazón. Podría haber diez veces más caras, preguntas, dolor y desorden en su ropa y seguiría conservando aquella paz, distinta de la del primer día, pero que había ganado en seguridad, pues la aventura y la sorpresa ante lo desconocido habían cedido su lugar a una impresión nueva: el regreso de una amiga, de rostro y sonrisa ciertos. Menos mal que era así, ya que los ataques iban a ser duros.

Entretanto, los presentes se mostraban muy solícitos. Desde la silla la trasladaron hasta la cama para que pudiese descansar y luego de nuevo la colocaron en una silla, cerca del fuego. La casa se iba llenando de gente, sobre todo de mujeres. En el molino ya no cabía una aguja.

René Laurentín, Lourdes, relato auténtico de las apariciones, págs. 48-53.