Un día, en un jardín privado, le ocurrió algo que le despejó de toda duda. Así fue la conversión de San Agustín:
Mas yo, tirándome debajo de una higuera, no sé cómo, solté la rienda a las lágrimas, brotando dos ríos de mis ojos, sacrificio tuyo aceptable. Y aunque no con estas palabras, pero sí con el mismo sentido, te dije muchas cosas como éstas:
"¡Y tú, Señor, hasta cuándo! ¡Hasta cuándo, Señor, has de estar irritado! No te acuerdes más de nuestras maldades pasadas."
Me sentía aún cautivo de ellas y lanzaba voces lastimeras:
«¿Hasta cuándo, hasta cuándo, ¡mañana!, ¡mañana!? ¿Por qué no hoy? ¿Por qué no poner fin a mis torpezas ahora mismo?».
Decía estas cosas y lloraba con muy dolorosa contrición de mi corazón. Pero he aquí que oigo de la casa vecina una voz, como de niño o niña, que decía cantando y repetía muchas veces:
«Toma y lee, toma y lee» (tolle lege, tolle lege).
De repente, cambiando de semblante, me puse con toda la atención a considerar si por ventura había alguna especie de juego en que los niños acostumbrasen a cantar algo parecido, pero no recordaba haber oído jamás cosa semejante; y así, reprimiendo el ímpetu de las lágrimas, me levanté, interpretando esto como una orden divina de que abriese el códice y leyese el primer capítulo donde topase.
Porque había oído decir de Antonio que, advertido por una lectura del Evangelio, a la cual había llegado por casualidad, y tomando como dicho para sí lo que se leía:
«Vete, vende todas las cosas que tienes, dalas a los pobres y tendrás un tesoro en los cielos, y después ven y sígueme».
Se había a punto convertido a ti con tal oráculo.
Así que, apresurado, volví al lugar donde estaba sentado Alipio y yo había dejado el códice del Apóstol al levantarme de allí. Lo tomé, lo abrí y leí en silencio el primer capítulo que se me vino a los ojos, que decía:
"No en comilonas y embriagueces, no en lechos y en liviandades, no en contiendas y emulaciones sino revestíos de nuestro Señor Jesucristo y no cuidéis de la carne con demasiados deseos."
No quise leer más, ni era necesario tampoco, pues al punto que di fin a la sentencia, como si se hubiera infiltrado en mi corazón una luz de seguridad, se disiparon todas las tinieblas de mis dudas.
Después entramos a ver a mi madre, indicándoselo, y se llenó de gozo; le contamos el modo como había sucedido, y saltaba de alegría y cantaba victoria, por lo cual te bendecía a ti, que eres poderoso para darnos más de lo que pedimos o entendemos, porque veía que le habías concedido, respecto de mí, mucho más de lo que constantemente te pedía con sollozos y lágrimas piadosas...
Desde ese momento, San Agustín descubrió que Dios era principio y fin, sentido de toda su vida, referente y guía en su caminar. Por ello, comenzó a prepararse para su bautismo. Se retiró a Casiciaco para reflexionar y preparar su alma para comenzar a caminar con Cristo.
Finalmente, durante la Vigilia Pascual del año 387, en la noche del 24 al 25 de abril, Agustín fue bautizado por san Ambrosio, obispo de Milán.