El relato siguiente cuenta la historia de uno de los jefes del ejército del rey de Mercia. Valiente, pero de vida disoluta, aplaza una y otra vez la hora de su arrepentimiento y de su confesión. Cae enfermo y rechaza aún el sacramento de la penitencia porque no quiere que piensen que actúa por temor. Este orgullo que, según Beda, no era más que una treta del diablo le perdió.
(Georges Minois, Historia de los infiernos)
![]() |
| El Águila de Mercia |
Por el contrario, hubo uno en la provincia de Mercia cuyas visiones y palabras, aunque no su conducta, aprovecharon a muchos pero no a él mismo.
En efecto, en tiempos de Cenredo, que reinó después de Etelredo, había un hombre, laico, que desempeñaba un mando militar pero que, cuanto agradaba al rey por su oficiosidad de puertas afuera, otro tanto le desagradaba por su negligencia de puertas adentro. El caso es que el rey, con gran empeño, lo amonestaba para que confesara, enmendara y abandonara sus malos pasos antes de que, llegándole de repente la muerte, perdiera toda ocasión de arrepentirse y corregirse. Pero él, aunque amonestado frecuentemente, menospreciaba aquellas palabras saludables y prometía que haría penitencia más adelante.
En esto, aquejado de una enfermedad, quedó postrado en el lecho y empezó a sufrir agudos dolores. El rey, yendo junto a él (pues lo estimaba mucho), lo exhortaba para que al menos entonces, antes de morir, hiciera penitencia de sus pecados. Mas él le respondió que no quería confesar sus pecados por el momento, sino cuando se recuperara de su enfermedad, a fin de que sus colegas no le reprocharan que hiciera por miedo a la muerte lo que no había querido hacer estando sano, y lo hizo hablando valientemente, según a él le parecía pero, según luego se vio, desdichadamente seducido por un engaño demoníaco.
Cuando, al agravarse su enfermedad, el rey entraba de nuevo a visitarlo y a aleccionarlo, él clamaba al instante con voz lastimera:
—¿Qué quieres ahora? ¿A qué has venido aquí? Pues ya no puedes proporcionarme provecho o salvación alguna.
El rey le dijo:
—No hables así, procura ser sensato.
Y él le respondió:
—No estoy loco, sino que con toda seguridad tengo ante mis ojos la certeza de lo peor.
—¿Y qué es eso? —le dijo el rey.
—Hace un momento —le respondió— han entrado en esta casa dos jóvenes hermosísimos y se sentaron a mi lado, uno a mi cabeza y otro a mis pies, y uno de ellos sacó un libro precioso pero muy pequeño, y me lo dio a leer, y en él, al mirarlo, vi escritas todas las cosas buenas que alguna vez había hecho, y eran muy pocas y pequeñas. Recogieron el libro y no me decían nada. Entonces, de repente, llegó un ejército de espíritus malignos de horrible aspecto, y ocupó esta casa y la parte de fuera, llenándola por dentro en su mayor parte y tomando asiento en ella. Entonces, el que parecía ser el más importante de ellos por lo oscuro de su rostro y por el asiento principal en que estaba, sacando un libro de horrible aspecto y de gran tamaño y peso, casi imposible de transportar, ordenó a uno de sus satélites que me lo trajera para que lo leyera. Al leerlo, me encuentro con que todos los pecados que he cometido, no sólo de obra o de palabra, sino también con mis más sutiles pensamientos, estaban anotados en él de manera clarísima con letras siniestras. Y les decía a los que se habían sentado a mi lado, dos hombres vestidos de blanco y resplandecientes: “¿Para qué estáis sentados aquí sabiendo a ciencia cierta que ese hombre es nuestro?”. Le respondieron: “Es verdad lo que dices; agarradlo y llevadlo al montón de vuestros condenados”. Dicho esto, al instante desaparecieron y, levantándose dos de aquellos espíritus infames que llevaban en sus manos unos pinchos, me hirieron con ellos, uno en la cabeza y otro en un pie. Naturalmente, los pinchos ahora se me meten con gran tormento dentro del cuerpo, y pronto, una vez que se junten, moriré y seré arrastrado al encierro del infierno por los demonios que ya están preparados para arrebatarme.
Así hablaba aquel desdichado en su desesperación y, muriendo no mucho después, la penitencia que dejó de hacer por un breve tiempo con el fruto del perdón la hace eternamente sin fruto alguno, sometido a su castigo. Por esto consta que, según el bienaventurado papa Gregorio escribe sobre algunos, que aquel hombre tuvo su visión no en beneficio propio, pues en nada le aprovechó, sino en beneficio de otros que, al saber de su muerte, sintieran miedo de retrasar el tiempo de su penitencia mientras tenían oportunidad, no fuera que, sorprendidos de improviso por el trance de la muerte, murieran impenitentes.
En cuanto a lo de que vio de que se le presentaban diversos libros por los espíritus buenos o malos, eso ocurrió por la divina providencia, para que recordemos que nuestras obras y pensamientos no se los lleva el viento, sino que todos se guardan para su examen por el supremo Juez, y que nos han de ser mostrados al final, ya por los ángeles amigos, ya por los enemigos.
En cuanto a lo de que primero le mostraron los ángeles el libro resplandeciente y luego los demonios el negro —aquél muy pequeño, éste enorme—, hay que advertir que en sus primeros tiempos hizo algunas cosas buenas, todas las cuales, sin embargo, dejó en la sombra siendo joven con su conducta descarriada. Y si, por el contrario, se hubiera preocupado de corregir los errores de su infancia en la adolescencia, y de esconderlos a los ojos de Dios con buenas obras, hubiera podido unirse al número de aquellos de los que dice el salmo:
«Bienaventurados aquellos cuyas iniquidades han sido perdonadas y cuyos pecados han quedado cubiertos» [Sal 32, 1].
Esta historia, tal como la supe por el venerable obispo Pecthelmo, estimé que había que contarla sencillamente para provecho de los lectores o de los oyentes.
Beda el Venerable, Historia eclesiástica del pueblo de los anglos (Akal, Clásicos Latinos Medievales y Renacentistas 28) Edición de José Luis Moralejo, N° 13, págs. 197-199.
