Por lo que hace a las almas que salen de este mundo en gracia, los Ángeles o por lo menos el Ángel Custodio de cada una las acompaña; al cielo las que están enteramente purificadas, y al purgatorio las que llevan consigo algo que satisfacer, pues consta que cuando murió Lázaro el mendigo, lleváronle los Ángeles al seno de Abrahán (Lucas 16, 22).
(Fray José Coll, Clamores de ultratumba)
Un monje llamado Gaufier tuvo una vísión mientras rezaba en la iglesia. Vio un grupo de hombres graves, vestidos de blanco, adornados con estolas púrpuras, a los que precedía un obispo con la cruz en la mano. Éste se acercó a un altar y allí celebró la misa. Explicó al hermano Gaufier que eran religiosos muertos en combates contra los sarracenos y que iban al país de los bienaventurados.
El preboste del monasterio a quien el monje contó su visión, «hombre de saber profundo», le dijo:
«Reconfortaos en el Señor, hermano mío, mas como habéis visto lo que raramente es dado a los hombres ver, es preciso que paguéis el tributo de toda carne, a fin de que podáis compartir el destino de quienes se os han aparecido».
Los muertos están siempre presentes entre los vivos, en ciertos lugares y en ciertos momentos. Pero su presencia sólo es sensible a los que van a morir. Así, el monje sabía que su fin estaba cercano:
«Convocados los demás hermanos, le hicieron la visita de costumbre en semejantes casos. Al final del tercer día, cuando caía la noche, dejó su cuerpo».
Cfr. Philippe Ariès, El hombre ante la muerte, Madrid 1999, págs. 14-15.
