San José se sitúa en la liturgia de la Iglesia y en la teología en primer lugar después de la Madre de Dios. Esta grandeza suya fluye de la misión que cumplió en su vida terrenal. Porque es esencial que Dios, que ha creado el orden y lo mantiene, también otorgue las facultades y gracias apropiadas a quienes elige para las grandes tareas. Por lo tanto, le dio a su Madre, que iba a estar atada con él con los mejores nudos de cuerpo y espíritu, los mayores privilegios y la enalteció más que a todas las demás criaturas. En la obra de Redención, junto a María, San José es el más cercano. Fue esposo de la Santísima Virgen y padre adoptivo de Cristo. Debido a esta misión y elección, también recibió favores excepcionales que le permitieron cumplir con estas grandes tareas y deberes. Así, la grandeza de San José fluye de su elección, de sus tareas y de los favores que ha recibido.
Bernard Smyrak OCD


A mediados del siglo XIX, en Renania, un ladrón asesino había sido condenado a muerte. El crimen había sido de tal crueldad que no había razón para atenuar la pena. Después de las negaciones iniciales, el acusado se quedó sin palabras. La evidencia en su contra se estaba acumulando. La sentencia no parecía haber causado la menor impresión en el desgraciado. Todas las palabras del capellán de los reclusos parecían deslizarse inútilmente de esta naturaleza brutal. Obtuso y hosco, el condenado estaba sentado en un rincón de la celda. Las hermanas que se ocupaban de esta casa de detención multiplicaron sus oraciones por este que parecía el más desgraciado de los prisioneros.

Una mañana, la hermana Verónica entró en la celda del condenado. Con un alfiler fijó en la pared un cuadro de San José. El desgraciado también se llamaba José. La hermana le dijo:

—¡Ésta es la imagen de San José, el santo patrón de todos los que están a punto de morir!

Y se retiró.

El criminal continuó con su terca cerrazón.

La imagen estaba intacta en la pared cuando la monja le trajo el almuerzo. El acusado siguió sentado en un rincón, sin hacer caso de las amables palabras de la hermana.

Tardaba en llegar la confirmación de la sentencia. Las amonestaciones del capellán para que el condenado se reconciliara con Dios no tuvieron éxito. También la oración de las hermanas esta vez parecía haber fallado.

Finalmente, se ratificó la pena capital. Al día siguiente, el convicto sería ejecutado en la guillotina. El funcionario del juez se acercó al detenido para darle la información. También quería llamar su atención sobre la seriedad de la hora que se acercaba. Como de costumbre, el condenado estaba en un rincón. Pero parecía haber una ligera diferencia en él. La hermana también notó que el preso había cambiado desde hacía unos días. Sin embargo, permaneció en silencio. En silencio y sin ninguna emoción, escuchó la lectura de la sentencia confirmada. Pero su observación fue asombrosa:

—Yo sabía que esta semana debía llegar.

Ante la advertencia del oficial de que uno debe prepararse para la muerte, respondió con total certeza:

—Ya me he preparado, porque sabía que la muerte vendría esta semana.

El oficial, entre asombrado y asombrado, lo preguntó:

—¿Qué sabías?

—Desde el lunes, sé que debo morir esta semana.

El oficial no podía entender, había recibido la confirmación de la sentencia la tarde anterior. Nadie más le habría traído al condenado la información. ¿Y cómo entonces éste ya estaba al tanto? Es que él había visto el documento de la sentencia y éste llevaba la fecha del lunes pasado. 

Cuando el oficial se mostró incrédulo ante tal historia, el convicto, con lágrimas en los ojos, terminó contándole lo sucedido:

—Reconozco que merezco la muerte. Pero no pude soportar la incertidumbre del día de mi muerte. Las amonestaciones del capellán para que me reconciliara con Dios me martirizaban demasiado. Cuando la hermana trajo el cuadro de San José, el santo de mi nombre, y lo fijó en la pared, me paré frente a él y lo miré como algo santo y querido, de los años lejanos de mi niñez... —Poco a poco fui recuperando la confianza en mi santo Patrono y comencé a rezar. Pero el miedo a la pronta muerte yo no podía soportarlo. Se me ocurrió la idea de pedirle a San José esta gracia especial: "¡La misericordia de Dios no tiene límites, solo que el pecador la pida!" —Así lo decía el capellán. —Fue entonces cuando me atreví a pedir una señal. La señal sería: si en lugar de la hermana que me cuida todos los días apareciera otra persona, entonces seguro que esta semana vendría la sentencia de muerte. —Y de hecho, el lunes pasado vino otra hermana a mi celda, así que supe de qué se trataba. ¡San José me ayudó!

El condenado tenía un abogado poderoso, el patrón de su nombre, a quien no había invocado en vano. Le contó todo esto con calma al oficial. Fue entonces cuando le pidió que llamara al capellán, quería poner en orden las pesadas cuentas.

En la puerta de la entrada, el oficial se encontró con dicha hermana, quien confirmó que había estado en la puerta de la celda el lunes y había sido llamada urgentemente por otra hermana para atender a la superiora. Este detalle demostró la acción de San José.

El capellán se asombró al encontrarse ahora con el hombre transformado. Arrodillado ante la imagen de San José, volvió a contar sobre su maravillosa experiencia. De todo esto, el prisionero concluyó que podía esperar con seguridad la gracia de Dios. La confirmación del signo le abrió definitivamente y de todo corazón a la gracia. 

Hizo una confesión llena de arrepentimiento. Antes de su último paseo, recibió edificantemente la Sagrada Comunión, y con firmeza y conformidad a la voluntad de Dios salió al encuentro de la muerte. Fue un ejemplo emotivo para quienes presenciaron este acto.


OS ÚLTIMOS DIAS DE UM CONDENADO

Pelos meados do século XIX, na Renânia, um ladrão assassino fora sentenciado à morte. O crime havia sido de tal crueldade, que não houve razões para mitigar a pena. Após negações iniciais, o réu emudeceu. As provas foram se acumulando. A sentença não parecia ter causado a mínima impressão no infeliz. Todas palavras do capelão dos detentos como que escorregavam sem efeito nessa natureza embrutecida. Obtuso e casmurro, o condenado achavase sentado num canto da cela. As irmãs que cuidavam dessa casa de detenção, multiplicavam suas orações pelo mais pobrezinho dos seus pupilos.

Certa manhã, irmã Verônica entrou na cela do condenado. Com um alfinete afixou na parede um santinho de São José. O infeliz homem chamava-se igualmente José. A Irmã lhe disse: “Esta é a imagem de São José, o padroeiro de todos os que estão para morrer!” E retirou-se. O criminoso continuou no seu obstinado fechamento.

A imagem estava ali intacta na parede, quando a religiosa lhe trouxe o almoço. O réu continuou sentado no canto, nem ligou às bondosas palavras da irmã.

A confirmação da sentença não chegava nunca a ser decretada. As admoestações do capelão para que o condenado se reconciliasse com Deus, não tiveram eco nenhum. Também a oração das irmãs dessa vez pareciam ter fracassado.

Finalmente a sentença capital foi ratificada. No dia seguinte, o condenado deveria ser executado na guilhotina. O oficial do juiz dirigiu-se ao encarcerado para dar-lhe a informação. Queria chamar-lhe atenção também sobre a seriedade da hora que se aproximava. Como de costume o condenado estava no cantinho. Parecia, porém, notar-se nele uma pequena diferença. Também a irmã reparara que desde uns dias o prisioneiro havia mudado. Todavia, continuava calado. Quieto e sem alteração nenhuma, ouviu a leitura da sentença confirmada. Mas causou espanto a sua observação: 

“Eu sabia que nesta semana devia chegar a hora”. 

Quando da advertência do oficial de que se devia preparar para a morte, respondeu com toda segurança: 

“Já me preparei, porque eu sabia que viria nesta semana”.

O oficial, entre espantado e admirado, perguntou: 

“O que o senhor sabia?”

“Desde segunda-feira, sei que devo morrer nesta semana”.

O oficial não podia entender, ele havia recebido a confirmação da sentença na tarde anterior. Nenhum outro lhe teria trazido a informação. E como então o réu já estava ciente? É que ele vira o documento da sentença, e notou que trazia a data da segunda-feira passada. Quando o oficial mostrou-se incrédulo com tal história, o condenado, com lágrimas nos olhos, acabou contando-lhe o que havia acontecido:

“Reconheço que mereço a morte. Mas eu não podia suportar a incerteza do dia de morrer. As admoestações do capelão para a reconciliação com Deus martirizavam-me por demais. Quando a irmã trouxe o santinho de São José, o santo do meu nome, e o fixou na parede, eu me coloquei diante dele e o olhei como alguma coisa de santo e de querido, dos anos longínquos de crianças. Aos poucos fui recuperando a confiança no meu padroeiro e comecei a rezar. Mas o pavor da morte repentina eu não podia suportar. Veio-me a idéia de pedir esta graça especial a São José. “A misericórdia de Deus é sem limites, basta o pecador pedi-la!” assim me repetiu o capelão. Foi aí que me atrevi a pedir um sinal. O sinal seria: se em vez da irmã que cuida de mim cada dia, aparecesse outra pessoa, então seria certo que nessa semana viria a sentença de morte.

E de fato, na segunda-feira passada veio uma outra irmã à minha cela, aí eu sabia do que se tratava. São José me ajudou!”

Tinha ele um poderoso advogado, o padroeiro de seu nome, a quem não tinha invocado em vão.

Contou tudo isso com toda tranqüilidade ao oficial. Foi então que pediu chamar-lhe o padre, queria pôr em ordem as pesadas contas.

Na porta de entrada o oficial encontrou-se com a dita irmã, e esta confirmou que na segunda-feira esteve na porta da cela e que fora chamada com urgência por outra irmã para atender à superiora. Esse detalhe comprovava a ação de São José.

O capelão estava admiradíssimo ao encontrar-se agora com o homem transformado. Ajoelhado perante a estampa de São José, repetiu sua maravilhosa vivência. Disso tudo o encarcerado concluiu que podia seguramente esperar a graça de Deus. A confirmação do sinal abriu-lhe definitiva e inteiram ente o coração para a graça. Fez uma confissão cheia de arrependimento.

Antes de sua última caminhada, de modo edificante recebeu a Sagrada Comunhão, e com firmeza e conformidade sujeitou-se à morte. Foi um exemplo emocionante para quantos presenciaram este ato.

Fuente: A. M. Weigl, São José não falha. Cem histórias de São José (Edições Rosário), 7a edição, Curitiba 2003, págs. 181-184.