Nuestro Salvador, en la última Cena, la noche en que fue entregado, instituyó el Sacrificio Eucarístico de su cuerpo y su sangre para perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la cruz y confiar así a su Esposa amada, la Iglesia, el memorial de su muerte y resurrección, sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de amor, banquete pascual en el que se recibe a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de la gloria futura.
CIC 1323



Si maravillosa y sorprendente aparece la transubstanciación que, en virtud de la poderosa eficacia comunicada por Dios a las palabras del sacerdote, se verifica en la sacrosanta Eucaristía, convirtiendo la substancia del pan en el cuerpo y sangre de Cristo, no es menos admirable que las especies sacramentales en virtud de la omnipotente diestra del Altísimo, germinen y produzcan lozanas y exuberantes espigas de trigo, como de ello da testimonio la siguiente relación histórica:

Habitaba en Seleucia un rico comerciante, fanático hereje severiano, aunque no hostil a la verdadera Iglesia romana.

Entre los varios criados que le prestaban servicio había uno muy ferviente católico, que tomó en Jueves Santo la Sagrada Comunión, y habiéndose llevado, como era costumbre de aquellos tiempos, otras santas Formas envueltas en blanco finísimo lienzo, las depositó en un armario para cuando quisiese comulgar o llevarlas consigo, caso de tener que emprender algún viaje.

Después de Pascua recibió la orden de ir a Constantinopla por cierto urgente negocio, y al ponerse en camino, olvidado por completo de los santos Misterios, entregó la llave del armario a su dueño.

Al poco tiempo, como el hereje abriese el tan preciado mueble que a manera de Tabernáculo guardaba la Joya más rica de cielos y tierra, halló el inmaculado lienzo que envolvía las sacrosantas Hostias, y a su vista experimentó gran turbación de espíritu, no sabiendo qué hacerse. 

—Comulgar —decía entre sí mismo—, me lo prohíbe la doctrina severiana que profeso; despreciarlas, no lo consiente mi corazón, porque todo lo que atañe a la religión católica merece mi respeto... ¿Qué haré?... Las dejaré intactas hasta que mi siervo vuelva... quien, sin duda alguna, las recibirá en Comunión.

Llegó el día solemne de la Cena del Señor, y como el criado no hubiese vuelto todavía de su largo viaje, le pareció al dueño sería conveniente quemar aquellas antiguas Formas a fin de que no permanecieran por más tiempo encerradas; pero ¡oh prodigio!, al abrir el armario ve con asombro que habían germinado y producido un ramillete de hermosas y doradas espigas de trigo.

Atónito y espantado por tan grande maravilla, convoca al momento a todos sus domésticos y clamando “Señor, ten piedad de nosotros”, se dirigen en devotísima procesión a la iglesia para presentar las milagrosas espigas al santo obispo Dionisio, declarándole el portento sucedido visto de innumerables personas de todas edades y condiciones; y mientras unos repetían “Señor, ten piedad de nosotros”, otros daban incesantes gracias a Dios por tan raro prodigio, que motivó la conversión de muchos a la fe ortodoxa.

Manuel Traval y Roset, Milagros eucarísticos, 5. edición, Apostolado Mariano, págs. 23-24.