Imagínate que vas a vivir cien años. Durante estos cien años vas a comer de lo que saques del tesoro de un gran rey. Pero ese rey te da tan solo una hora para que juntes ese dinero para ti. Teniendo tan poco tiempo, ¿acaso te vas a ir de paseo durante aquella hora? ¿Te vas a detener en alguna vana conversación? ¿Te vas a poner a buscar diversiones? Más bien creo otra cosa. Vas a trabajar sin descanso, cargándote de aquellos tesoros. Así que te pregunto ahora una cosa. ¿Por qué te descuidas tanto durante esos pocos años de tu vida mortal? Sabes bien que tu alma va a vivir una eternidad. Entonces vas a tener solamente lo que te hayas ganado y merecido en este valle de lágrimas. Mira el poco tiempo que te dan para proveerte para lo eterno...
(J. E. Nieremberg)

Hace algún tiempo había una finca de un patricio llamado Venancio en el territorio de Samnio. Ahí un colono suyo tenía un hijo llamado Honorato. Este Honorato desde los primeros años de la infancia se inflamó de amor por la patria celestial entregándose a la abstinencia. Gracias a tan excelsa vida de piedad adquirió una gran fortaleza. Llegó incluso a dejar de lado la ociosa conversación y adquirió un gran dominio sobre su cuerpo. Todo esto logró —como ya he dicho— gracias a la abstinencia.


Un día sus padres organizaron un banquete para sus vecinos. En él se prepararon para comer platos de carne. Honorato se negó, por su deseo de abstinencia, a tocar la comida. Entonces sus padres empezaron a burlarse de él y a decirle:


—Come. ¿Es que tendremos que traerte pescado en mitad de estos montes?


Y lo cierto es que en aquellos parajes se solía oír hablar de peces, pero no se solía verlos. Y mientras Honorato soportaba la burla de tales palabras, inesperadamente en mitad del convite faltó agua para el servicio de la mesa. Un criado se encaminó a la fuente con un cubo de madera, según era allí la costumbre. Y cuando estaba sacando el agua, entró en el cubo un pez. El criado, al regresar, a la vista de todos los que estaban sentados a la mesa, junto con el agua dejó caer el pez. Éste habría podido bastarle a Honorato para el sustento de todo un día.


Todos los presentes se asombraron. Cesaron todas aquellas burlas de los padres. Y, de hecho, empezaron a respetar en Honorato la abstinencia de la que antes se habían reído. De este modo el pez del monte lo liberó al hombre de Dios de la humiliación de las burlas.


Y como él creciera lleno de grandes virtudes, su dueño, el anteriormente mencionado Venancio, le concedió la libertad. Y Honorato fundó un monasterio en el lugar llamado Fondi. Ahí se convirtió en abad de casi doscientos monjes. Y allí con su vida dio muestras de una extraordinaria piedad religiosa.


(San Gregorio Magno, Diálogos I, 1. 1-3)