La oración es un don de la gracia y una respuesta decidida por nuestra parte. Supone siempre un esfuerzo. Los grandes orantes de la Antigua Alianza antes de Cristo, así como la Madre de Dios y los santos con Él nos enseñan que la oración es un combate. ¿Contra quién? Contra nosotros mismos y contra las astucias del Tentador que hace todo lo posible por separar al hombre de la oración, de la unión con su Dios. Se ora como se vive, porque se vive como se ora. El que no quiere actuar habitualmente según el Espíritu de Cristo, tampoco podrá orar habitualmente en su Nombre. El “combate espiritual” de la vida nueva del cristiano es inseparable del combate de la oración.
CIC 2725
En uno de aquellos monasterios que él [San Benito] había erigido por todo el contorno había un monje que no podía parar quieto durante la oración, sino que tan pronto como los hermanos se arrodillaban para entregarse a la oración salía fuera y se ponía a pensar ociosamente en cosas mundanas y transitorias. Y habiendo sido amonestado muchas veces por su abad, lo llevaron hasta el hombre de Dios [Benito], el cual, personalmente, también le censuró severamente su necedad; pero al volver al monasterio no tuvo en cuenta la amonestación del hombre de Dios más que dos días, pues al tercero, volviendo a su práctica particular, se puso a divagar a la hora de la oración.
Al ser informado de ello el siervo de Dios por parte del abad del monasterio que él mismo había nombrado, le dijo:
—Ahora mismo iré yo y lo corregiré personalmente.
Y llegando el hombre de Dios al monasterio y habiéndose entregado los hermanos a la oración a la hora fijada, una vez acabada la salmodia, vio como un niño negro, tirando de la punta de su habito, arrastraba fuera al monje que no era capaz de permanecer en oración. Entonces, llevándoles aparte, les dijo al abad del monasterio, llamado Pompeyano, y al siervo de Dios Mauro:
—¿Es que no veis quién es el que arrastra fuera a ese monje?
Y ellos le respondieron:
—No.
Y el les dijo:
—Oremos, para que también vosotros podáis ver detrás de quien va ese monje.
Y tras orar durante dos días, el monje Mauro lo vio, pero Pompeyano, el abad del monasterio, no pudo verlo.
Al día siguiente, acabada la oración, al salir del oratorio el hombre de Dios, encontró fuera al monje, y le golpeó con una vara por la ceguera de su corazón. Y desde aquel día ya no se dejó persuadir él nunca más por el niño negro, sino que permaneció sin moverse, aplicado a la oración; y de este modo el viejo enemigo, como si el mismo hubiese sido golpeado con el palo, ya no se atrevió a adueñarse de sus pensamientos.
(San Gregorio Magno, Diálogos II, 4, 1-3)