Los pecados hacen más poderosos a los demonios. En realidad, no porque los demonios aumenten el poder inherente a su naturaleza, sino porque los hombres, a veces las sociedades enteras, se hacen más débiles ante su tentación personal o colectiva. En ese sentido me acordaré siempre de lo que un alma de Dios me dijo: la sangre de los niños abortados alimenta a demonios que con esa sangre se hacen más poderosos con los hombres.
(Rev. José Antonio Fortea, Exorcística...)


Gregorio: En esa misma región hubo también otro varón de vida venerable, llamado Fortunato, obispo de la iglesia de Todi [la ciudad de Todi, como Viterbo, se encontraba en la región de la Tuscia Romana, al norte de Roma (actualmente en la región de Umbría)], el cual, en virtud de un don excepcional, poseía grandes poderes para expulsar a los espíritus malignos, hasta el punto de que a veces arrojaba legiones enteras de demonios de los cuerpos poseídos y, entregado a la labor de una constante oración, derrotaba a multitud de ellos que se lanzaban contra él. Julián, defensor de nuestra Iglesia [los «defensores eclesiásticos» eran funcionarios de la Iglesia con labores administrativas y de representación diplomática; en principio eran servidores laicos; luego pasaron a ser clérigos menores excluidos de las sagradas órdenes], que murió en esta ciudad de Roma no hace mucho tiempo, tuvo un trato muy íntimo con dicho varón. Y yo también conocí lo que ahora voy a contar por su relato, pues, dado su trato de amistad con él, a menudo había asistido a sus gestas, y después guardaba en su boca para nuestra edificación —como si se tratara de la dulzura de un panal de miel—el recuerdo de sus hechos.

En una región vecina de la de Tuscia una noble señora tenía una nuera que, muy poco tiempo después de haberse casado con su hijo, había sido invitada con su propia suegra a la consagración de la ermita del santo mártir Sebastián. La noche anterior al día en que tenía que ir a la consagración de la mencionada ermita, vencida por el apetito carnal, no pudo abstenerse de su marido.

[Estaba prohibido entrar en las iglesias tras haber mantenido relaciones sexuales.]

Y como, al llegar la mañana, por un lado el deleite carnal perpetrado disuadiera a su conciencia, pero, por otro, la vergüenza le ordenara asistir, sintiendo ella más respeto por las apariencias humanas que temor por el juicio de Dios, marchó con su suegra a la consagración de la ermita. Tan pronto como las reliquias del santo mártir Sebastián entraron en la ermita, el espíritu maligno tomó posesión de la nuera de la mencionada señora y empezó a atormentarla a la vista de todo el pueblo.

El presbítero de la ermita, al ver que estaba siendo atormentada muy encarnizadamente, le llevó al instante el lienzo del altar y la cubrió con él, pero de repente el diablo se apoderó también de su persona, y por querer presumir de algo que sobrepasaba sus fuerzas se vio obligado a conocer lo que fuera aquello en su propio tormento. 

[También el presbítero, por su pecado de vanidad, es castigado con la posesión diabólica.] 

Los allí presentes, tomándola en brazos, llevaron a la muchacha desde la ermita hasta su domicilio particular.

Y como el viejo enemigo la estuviera vejando cruelmente con continuos tormentos, sus deudos, que la amaban carnalmente (y que, amándola de ese modo, la perjudicaban), para conseguir el remedio de su salud la pusieron en manos de unos hechiceros, arruinando así totalmente su alma al intentar remediar momentáneamente con artes mágicas el sufrimiento de su cuerpo. 

La condujeron, pues, a un río y la sumergieron en el agua, y allí los hechiceros, por medio de larguísimos encantamientos, intentaban hacer que saliera de su cuerpo el diablo que la había poseído. Pero, por admirable decisión de Dios todopoderoso, cuando con sus artes perversas lograron expulsar de ella un demonio, súbitamente entró en su cuerpo toda una legión. Y a causa de esto ella empezó a agitarse con tantos movimientos y a vociferar con tantos gritos y alaridos como espíritus malignos poseían su cuerpo.

Entonces sus padres, reconociendo la culpa de su perfidia, tomada una resolución, la condujeron al venerable varón, el obispo Fortunato, y se la dejaron a él. Éste, tras tomarla bajo su protección, se entregó a la oración durante muchos días y muchas noches, y se aplicó a rezar con mucho ahínco, tanto más cuanto que advirtió que en un solo cuerpo comparecían contra él las tropas armadas de toda una legión. 

No muchos días después, se la devolvió a ellos tan sana y salva como si el diablo nunca hubiese tenido jurisdicción sobre ella.

(San Gregorio Magno, Diálogos I, 10, 1-5)