El cura de una parroquia, cerca de París, refiere el caso siguiente, de que fue testigo ocular: "Preparaba —dice— yo mismo algunos niños para hacer su primera comunión. Había dos entre ellos que, mal inclinados, sin instrucción y sin piedad, disipaban a sus compañeros. Reconvenidos muchas veces me vi en la necesidad de despedirlos de la iglesia. Salieron del templo corriendo y murmurando. Se dirigieron al cementerio y se quedaron junto a sus murallas para jugar y ofender a Dios. Un hombre que pasaba por allí al oírles palabras demasiado descompuestas se detuvo a reprenderlos. Pero en vano, pues se burlaron de él y de sus consejos. Apenas este hombre había andado unos quince pasos cuando sintió un gran ruido seguido de gritos y lamentos. Se vuelve y ve con asombro que derribándose una de las murallas del cementerio ha sepultado bajo sus escombros a aquellos desgraciados niños, ahora cadáveres y horriblemente mutilados.
Camilo Ortúzar, Catecismo en ejemplos, p. 25.
Tampoco debo pasar en silencio, a propósito de sus milagros [los de Fortunato, obispo de la ciudad de Todi], lo que supe hace unos doce días. En efecto, trajeron a mi presencia a un pobre anciano y, como la conversación de los ancianos siempre suele ser de mi agrado, le pregunté con mucho interés de dónde era él. Me respondió que era de la ciudad de Todi. Y yo le dije:
—Deja que te pregunte, padre, ¿conociste tú al obispo Fortunato?
Y él me dijo:
—Sí, lo conocí, y lo conocí bien.
Entonces añadí yo:
—Dime si conociste algunos milagros suyos, te lo ruego, y revélame qué clase de hombre fue, pues lo estoy deseando.
Y él me dijo:
«Ese hombre estaba muy lejos de los hombres que vemos ahora. Pues todo lo que le pidió a Dios todopoderoso lo consiguió con sólo pedirlo. Voy a contarte solamente un milagro suyo que me viene ahora a las mientes. Resulta que un día llegaron cerca de la ciudad de Todi unos godos, que se dirigían apresuradamente hacia la región de Rávena, y ellos se habían llevado de una heredad a dos niños pequeños, heredad que estaba bajo la jurisdicción de la citada ciudad de Todi...
[Los hechos narrados se sitúan probablemente entre 535 y 540, cuando ya había comenzado la guerra entre ostrogodos y bizantinos, y Rávena era todavía la capital del citado pueblo germánico.]
Al comunicársele este hecho al santísimo varón Fortunato, inmediatamente envió a alguien e hizo que los godos fueran hechos venir a su presencia. Y hablándoles con dulces palabras, primero intentó aplacar su dureza y después se dirigió a ellos diciéndoles:
—Os daré todo el dinero que queráis, pero devolvedme los niños que os habéis llevado, concededme ese favor de vuestra benevolencia.
Entonces el que parecía ser el superior de los dos, le contestó diciendo:
—Estamos dispuestos a hacer cualquier otra cosa que nos mandes, pero estos niños no los devolvemos bajo ningún concepto.
Y el venerable varón le amenazó suavemente diciendo:
—Me afliges, no escuchas a tu padre. Por tu propio interés, no me aflijas.
Pero el godo, persistiendo en la dureza de su corazón, se marchó manteniéndose en su negativa.
Al día siguiente, cuando ya se disponía a partir, el godo vino nuevamente ante el obispo, y el obispo, con las mismas palabras, le rogó por segunda vez por los mencionados niños. Y como él no quisiera consentir de ninguna manera en devolverlos, el obispo, afligido, le dijo:
—Sé que no te conviene marcharte dejándome a mi afligido.
El godo menospreció tales palabras y, volviéndose a su hospedaje, envió por delante con sus hombres a los niños en cuestión montados en caballos. Y enseguida, subiendo él también a su caballo, fue tras ellos. Pero, dentro aún de la ciudad, al llegar delante de la iglesia de San Pedro Apóstol, el casco de su caballo resbaló. El godo cayó con él, y al punto se fracturó el fémur, partiéndosele el hueso en dos. Entonces, alzándolo en brazos, lo llevaron a su hospedaje. Y él envió a alguien a toda prisa e hizo volver a los niños que había enviado por delante, y le mandó decir al venerable varón Fortunato lo siguiente:
—Padre, te lo suplico, envíame a tu diácono.
Cuando el diácono de Fortunato llegó junto al que yacía postrado en el lecho, el godo hizo que comparecieran los niños cuya devolución le había negado antes rotundamente al obispo, y se los devolvió al diacono diciendo:
—Ve y dile a mi señor obispo: "Por haberme maldecido, he aquí que he resultado herido, pero ahora recibe a los niños que me reclamaste e intercede por mí, te lo ruego".
Así pues, el diácono al que se le había encargado el asunto devolvió al obispo los niños, y el venerable Fortunato le dio al punto agua bendita, diciendo:
—Ve a toda prisa y echala sobre el cuerpo del que yace postrado.
Marchó, pues, el diácono y entrando en casa del godo roció el agua bendita sobre sus miembros. ¡Y oh hecho admirable y de todo punto asombroso!: tan pronto como el agua bendita tocó el muslo del godo, su fractura, toda ella, quedó tan firmemente soldada y el fémur recuperó tan saludablemente su primitivo estado que en ese mismo instante se levantó del lecho y, montando en su caballo, continuó el camino iniciado como si nunca hubiera sufrido lesión alguna en su cuerpo.
Y sucedió así que quien no había querido —sometiéndose a su obediencia— devolver los niños al santo varón Fortunato a cambio de dinero, se los daba ahora sin dinero alguno, obligado por el castigo».
(San Gregorio Magno, Diálogos I, 10, 11-15)