Vino una vez al abad Aquilio cierto monje para quejarse. Le contó que al guardar la celda y vivir su vocación religiosa sentía mucho aburrimiento y tristeza. El prudente abad le respondió así: "Esto nace, hijo mío, de que no piensas en los tormentos eternos que tememos, ni en el descanso y gozo que esperamos. Porque si esto pensaras, aunque estuviera tu celda manando e hirviendo en gusanos, y te llegaran hasta la garganta, con todo eso, estuvieras en medio de ellos y perseveraras en tu recogimiento sin tedio ni enfado".
Uno de sus monjes había entregado su alma a la inconstancia y no quería seguir ya en el monasterio. El hombre de Dios le amonestaba continuamente y le reprendía una y otra vez. Sin embargo, él no consentía en modo alguno en continuar en la congregación e insistía con impertinentes ruegos en que se lo dejara ir.
Así pues, un día el venerable abad Benito, harto ya de su insistencia, le ordenó indignado que se fuera.
Nada más salir del monasterio, el monje inconstante se encontró con un dragón. Éste se interponía en el camino, frente a él, con las fauces abiertas, queriendo devorarlo. El monje empezó a gritar a grandes voces, lleno de temblores y palpitaciones, diciendo:
—Venid corriendo, venid corriendo, pues este dragón quiere devorarme.
Y llegando a la carrera los hermanos, no vieron dragón alguno. Y trajeron al monje de vuelta al monasterio. Estaba éste lleno de temblores y palpitaciones.
Prometió al instante que nunca más abandonaría ya el monasterio. Y desde ese momento se mantuvo en su promesa. Gracias a las oraciones del santo varón Benito, vio interponerse frente a él a aquel dragón.
Ya lo había estado sigiendo a este dragón antes, sin verlo con los ojos carnales, cuando se descuidaba en su servicio a Dios.