San Miguel, prefecto del paraíso, es el juez que da, a nombre de Jesucristo, sentencia de salvación o condenación: él es el que ha de llamar con formidable trompeta a todos los siglos para que vengan a juicio; él llevará la cruz a vista de todos, que por eso se llama Signifer, que quiere decir abanderado, portaestandarte, el que conduce la bandera.
Fray José Coll, Clamores de ultratumba
En tiempos también de ese mismo emperador [Justiniano I], cuando Dacio, obispo de la ciudad de Milán, por exigencias de la defensa de la fe se dirigía a la ciudad de Constantinopla, arribó a Corinto. Y estando buscando para hospedarse una casa espaciosa que pudiera acoger a toda su comitiva, y teniendo dificultades para encontrarla, divisó desde lejos una casa de amplitud apropiada y mandó que se la prepararan para hospedarse. Y, al decirle los moradores de aquel lugar que no podía quedarse en ella porque desde hacía ya muchos años la habitaba el diablo —y por eso mismo había permanecido vacía—, el venerable varón Dacio les respondió lo siguiente:
—Si el espíritu maligno se ha apoderado de la casa y ha impedido que la habiten los hombres, precisamente por ello debemos hospedarnos en ella.
Así pues, ordenó que se le preparara el lecho en ella y entró en la casa sin temor alguno, dispuesto a hacer frente a los combates del viejo enemigo.
Y así, en el silencio de las altas horas de la noche, mientras el hombre de Dios descansaba, el viejo enemigo se puso a imitar, dando enormes voces y grandes alaridos, los rugidos de los leones, los balidos de las ovejas, los rebuznos de los asnos, los silbidos de las serpientes, los gruñidos de los cerdos y los ratones; cuando Dacio, despertado súbitamente por las voces de tantos animales, se levantó de la cama muy encolerizado y empezó a gritar a grandes voces contra el viejo enemigo, diciendo:
—Ya te ha valido, desgraciado. Tú, aquel que dijiste: "Pondré mi morada orientada al norte y seré semejante al Altísimo", he aquí que por tu soberbia has llegado a ser semejante a los cerdos y a los ratones, y tú, que quisiste indignamente imitar a Dios, he aquí que ahora imitas, como mereces, a los animales.
Ante las palabras de Dacio el espíritu maligno se avergonzó, por así decir, de su propia abyección. En efecto, ¿acaso no se hubo de avergonzar el que en adelante no entró ya más en aquella casa para hacer exhibición de los monstruos que solía?
Y de este modo la casa se convirtió después en residencia de los fieles, porque, tan pronto como entró en ella un solo fiel de verdad, al punto se alejó de ella el espíritu mentiroso e infiel.
(San Gregorio Magno, Diálogos III, 4, 1-3)