Si supieses que un tiro de artillería querían dispararte, y que no podías huir el golpe, no sabrías qué hacerte. Pues ¿qué si te dijesen ya está disparado? Murieras con sólo el susto. Pues sábete que mucho más precipitada y ligeramente se ha disparado contra ti el tiro de la muerte, y no sabes desde dónde partió, ni dónde está ya; porque aunque estuviera muy lejos de ti, ella corre con tanta prisa, que no puede dejar de dar contigo muy presto. Pero como no sabes de cuán lejos partió, debes por momentos estarla esperando, pues por momentos viene.
J. E. Nieremberg, Diferencia entre lo temporal y lo eterno

Según una leyenda de la ciudad de Sevilla, San Hermenegildo fue recluido en este edificio, que es una torre-puerta de la muralla conocida como Puerta de Córdoba.​ A la derecha está la entrada a la Iglesia de San Hermenegildo.

GREGORIO. Según hemos sabido por el relato de muchos que vienen de las tierras de Hispania, hace poco el rey Hermenegildo, hijo del rey de los visigodos Leovigildo, se ha convertido de la herejía arriana* a la fe católica gracias a la predicación del reverendísimo varón Leandro, obispo de Sevilla, unido a mí en íntima amistad desde hace mucho tiempo.

Para hacerlo volver a la herejía, su padre arriano intentó persuadirlo con regalos y amedrentarlo con amenazas. Mas, como él respondiera con toda firmeza que jamás podría abandonar la fe verdadera una vez que la había conocido, el padre, airado, lo privó del reino y lo despojó de todos sus bienes.

Pero, como ni siquiera así fuera capaz de debilitar la fortaleza de su alma, encerrándolo en una angosta prisión cargó de cadenas su cuello y sus manos.

Así pues, el joven rey Hermenegildo, despreciando el reino terreno y ansiando con ardiente deseo el celestial, comenzó a yacer, encadenado, sobre una manta de piel de cabra, a prodigar súplicas a Dios todopoderoso para que lo confortara y a desdeñar la gloria de este mundo pasajero, tanto más exaltadamente cuanto que sabía que, aún encadenado, no había nada que pudiera serle arrebatado.

Llegado el día de la fiesta pascual, en el silencio de las altas horas de la noche su pérfido padre le envió un obispo arriano para que recibiera de sus manos la comunión de la sacrílega fe y mereciera por ello volver al favor de su padre. Pero el varón entregado a Dios se deshizo en reproches —como debía— ante el obispo arriano que había venido hasta él, y alejó de sí su perfidia con las reprensiones merecidas, porque, aunque exteriormente yacía encadenado, sin embargo, ante sí mismo, en la elevada altura de su alma, se mantenía firme y seguro de sí.

Y así, cuando el obispo regresó a Leovigildo, el padre arriano bramó y envió inmediatamente a sus guardias para que en el mismo lugar donde yacía mataran al inquebrantable confesor de Dios. Así se hizo. En efecto, nada más entrar, clavándole un hacha en la cabeza le quitaron la vida corporal, y de ese modo pudieron hacer perecer en él precisamente aquello que también el propio muerto había resuelto despreciar.

Pero, para mostrar su verdadera gloria, no faltaron tampoco los milagros celestiales. Así, en el silencio de la noche, junto al cuerpo del mencionado mártir y rey —rey verdaderamente por ello mismo, por haber sido mártir— empezaron a oírse cánticos de salmos. Y cuentan también algunos que allí mismo, en las horas nocturnas, se veían lámparas encendidas. Y por ello vino a suceder que su cuerpo acabó siendo debidamente venerado, como el de un auténtico mártir, por todos los fieles.

Por su parte, el padre pérfido y parricida, arrepentido, se lamentó de haber hecho lo que había hecho, pero no hasta el punto, sin embargo, de alcanzar la salvación. Reconoció, en efecto, que la fe católica era la verdadera, pero atemorizado por el miedo a su pueblo no mereció llegar a convertirse a ella. Llegado el fin de sus días tras haber contraído una enfermedad, cuidó de encomendar al obispo Leandro —a quien antes había combatido con ahínco— a su hijo el rey Recaredo (al cual dejaba profesando su herejía), para que hiciera también con él mediante su predicación lo que antes había hecho con su hermano. Y una vez cumplida esta encomienda, falleció.

Tras su muerte, el rey Recaredo, siguiendo los pasos no de su padre herético, sino de su hermano mártir, se convirtió desde el error de la herejía arriana y condujo a todo el pueblo de los visigodos a la fe verdadera, hasta el punto de no permitir desempeñar cargos en su reino a quienes no temieran ser enemigos del Reino de Dios profesando la perfidia herética.

Y no es sorprendente que quien es hermano de un mártir se haya convertido en heraldo de la fe verdadera. Pues también los méritos de éste lo ayudan para hacer retornar a tantísima gente al seno de Dios todopoderoso.

Y es que en relación con esta conversión nosotros debemos pensar que todo ello no habría podido realizarse en modo alguno si el rey Hermenegildo no hubiera muerto por la verdad. En efecto, como está escrito:

"Si el grano de trigo no muere cayendo en la tierra, entonces sólo perdura él; pero si muere, produce mucho fruto" (Juan 12, 24).

Y vemos que en los miembros sucede lo mismo que sabemos que ha sucedido en la cabeza. Y así, en el pueblo de los visigodos murió uno solo para que vivieran muchos, y cayendo un solo grano fielmente para conseguir la fe, brotó una copiosa cosecha de almas. 

PEDRO. ¡Oh hecho admirable y asombroso en nuestra época!
(San Gregorio Magno, Diálogos III, 31, 1-8)

* El arrianismo es una doctrina cristiana del siglo III que rechaza el dogma de la Trinidad y que fue popular en algunas zonas de Europa durante el primer milenio después de Cristo. Afirma que Jesucristo fue creado por Dios Padre y está subordinado a él. Las enseñanzas arrianas fueron atribuidas a Arrio (c. 250-335), un presbítero de Alejandría, Egipto, y se oponen a las llamadas creencias ortodoxas acerca de la naturaleza divina. La cristología arriana sostiene que el Hijo de Dios no existió siempre, sino que fue creado por Dios Padre.