Porque si bien es verdad que todo el tiempo que vivimos es ocasión para alcanzar la gloria, pero hay en el discurso de la vida particulares sucesos de los cuales depende más especialmente nuestra salvación; porque en ellos, o desobligamos más a Dios, o le obligamos. Como lo hizo el Santo José, cuando por no ofender a su Criador huyó de su ama, dejándole la capa en las manos (Génesis 39, 12). Este fue un acto excelente con que obligó mucho a Dios, y mereció que le favoreciese tanto como lo hizo. De la misma manera Susana se aprovechó de una gran ocasión para salvarse con muchos merecimientos, cuando escogió antes morir, que consentir en aquel torpe gusto con que la convidaban aquellos dos ancianos (Daniel 13, 23). No se nos ha de pasar coyuntura de mostrarnos finos con Dios y obligarle con acto heroico, que depende de ocasiones. Por lo cual dijo el Sabio: "No te defraudes del día bueno, y partecita del buen día no se te pase" (Eclesiástico 14, 14).
J. E. Nieremberg, Diferencia entre lo temporal y lo eterno
No hace mucho tiempo, allí mismo también [en la iglesia de San Pedro de esta ciudad de Roma] —según cuentan nuestros ancianos— hubo otro custodio de la iglesia, llamado Aconcio, varón de gran humildad y dignidad, que servía fielmente a Dios todopoderoso, hasta el punto de que el propio san Pedro Apóstol le mostró con sus prodigios en cuánta estima lo tenía.
Así, una joven paralítica que estaba siempre en su iglesia, por tener la columna vertebral destrozada se desplazaba reptando con las manos y arrastrando su cuerpo por el suelo. Y habiéndole pedido durante mucho tiempo a san Pedro Apóstol que tuviera a bien curarla, una noche se le apareció el santo en sueños y le dijo:
—Ve al sacristán Aconcio y pídeselo: él te devolverá la salud.
Y como ella estuviera segura de aquella visión tan extraordinaria, pero ignorase quién era Aconcio, empezó a arrastrarse de acá para allá por toda la iglesia para averiguar quién era Aconcio. Y de repente se topó con el hombre a quien buscaba y le dijo:
—Padre, por favor, dime quién es el custodio Aconcio.
Y él le respondió:
—Soy yo.
Y ella le dijo:
—Nuestro pastor y cuidador, san Pedro Apóstol, me ha enviado a ti para que me libres de esta enfermedad.
Y él le respondió:
—Si has sido enviada por él, levántate.
Y tomó su mano y al punto la levantó y la puso en pie. Y así, desde ese preciso instante todos los tendones y todos los miembros de su cuerpo se soldaron, de modo que en adelante no quedó signo alguno de su parálisis.
(San Gregorio Magno, Diálogos III, 25, 1-2)