Forzosamente hemos de partir de este valle de lágrimas: los malos que no han pagado lo que debían, con la única moneda que para ellos tiene curso y valor en esta navegación, que es la de la penitencia, se lamentan con desconsoladores plañidos de lo urgente de la salida, y temen que llegue el momento de levar anclas; pero los buenos, que están siempre apercibidos, exclaman con David: «Sedienta está mi alma del Dios fuerte, vivo: ¿cuándo vendré y pareceré ante el aspecto de Dios (Sal 41, 3)?» Éstas conviene que sean nuestras ansias.
Rev. José Coll, Clamores de ultratumba, p. 65.
Valencio, de vida venerable, que fue posteriormente —como sabes— mi abad y el de mi monasterio en esta ciudad de Roma, primero gobernó su propio monasterio en la provincia de Valeria. En dicho monasterio —según supe por la narración del propio Valencio—, cuando llegaron a él los crueles lombardos, colgaron en las ramas de un mismo árbol a dos monjes suyos. Y los ahorcados murieron ese mismo día.
Al llegar la noche, los espíritus de ambos empezaron a cantar salmos allí con voz clara y sonora, hasta el punto de que los mismos que los habían matado, al oír las voces de los que entonaban los salmos, se quedaron aterrorizados y llenos de espanto.
Todos los cautivos que estaban allí presentes oyeron también las voces, y se convirtieron después en testigos de su salmodia.
Ahora bien, Dios todopoderoso quiso que estas voces espirituales llegaran a los oídos corporales por lo siguiente, para que todos los que viven en la carne sepan que, si se afanan en servir a Dios, podrán vivir más verdaderamente después de la carne.
San Gregorio Magno, Diálogos IV, 22.