¿Qué cosa es maldecir? —Es pedir uno para sí o para otro algún mal, como diciendo: "ahí te caigas muerto". —¿Y qué pecado es maldecir? —Si es con deseo de mal grave, pecado mortal. —¿Y si es sin tal deseo? —Venial, aunque no todas las veces. —Que ¿quiénes pecan mortalmente maldiciendo sin tal deseo? —Regularmente los padres y superiores que maldicen delante de sus inferiores, y los que tienen costumbre de ejecutarlo y no hacen diligencias para arrancarla. —¿Y por qué así? —Porque con sus dichos y malos ejemplos incitan a otros a ofender a Dios gravemente, lo que se llama escándalo.
(El Astete razonado, p. 29)


En esa misma época también [en los primeros tiempos de los godos; el pueblo ostrogodo ocupó la península itálica desde 494 hasta 554], en la zona de la provincia de Nursia vivían consagrados a la vida y el hábito de la santa vida de piedad dos varones, uno de los cuales se llamaba Euticio y el otro Florencio. Euticio había crecido en el celo espiritual y en el fervor de la virtud, y ponía todo su empeño en conducir, mediante la predicación, las almas de mucha gente hacia Dios; Florencio, por su parte, llevaba una vida entregada a la sencillez y la oración.

No lejos había un monasterio que había quedado sin gobierno a causa de la muerte de su abad. Y por ello sus monjes quisieron que Euticio se pusiera al frente de ellos. Y él, asintiendo a sus ruegos, dirigió el monasterio durante muchos años y ejercitó las almas de sus discípulos en la práctica de la vida de santidad. Mas, para no dejar solo el oratorio en el que antes había vivido, dejó allí al venerable varón Florencio.

Éste, que vivía solo en el oratorio, un día se postró en oración y le pidió al Señor todopoderoso que tuviera a bien concederle algún consuelo para vivir allí.

Y nada más terminar la oración, al salir del oratorio, se encontró delante de la puerta un oso puesto en pie. El oso, bajando al suelo la cabeza y sin mostrar fiereza alguna en sus movimientos, claramente daba a entender que había venido para ponerse al servicio del hombre de Dios. El hombre del Señor también se dio cuenta enseguida y, dado que en el santuario se habían quedado cuatro o cinco ovejas, que no tenían absolutamente a nadie que las apacentara y las guardara, le ordenó al oso lo siguiente:

—Ve y lleva al pasto a estas ovejas, y vuelve a las doce de la mañana.

Así pues, el oso empezó a hacer aquello todos los días, ininterrumpidamente. Se le encomendó la tarea de pastor, y la fiera apacentaba, sin devorarlas, aquellas ovejas que antes solía comerse. Cuando el hombre del Señor quería ayunar, le mandaba al oso volver con las ovejas a las tres, y cuando no quería, a las doce; y de ese modo el oso obedecía en todo las órdenes del hombre de Dios, de modo que ni volvía a las tres cuando se le había ordenado volver a las doce, ni volvía a las doce cuando se le había ordenado volver a las tres.

Y como el oso ya llevara haciendo esto durante mucho tiempo, a lo largo y a lo ancho de aquellos parajes empezó a propagarse la fama de aquel prodigio tan grande.

Pero, dado que el viejo enemigo arrastra a los malvados —llevados por la envidia— hacia el castigo cuando ve que comienza a resplandecer la gloria de los buenos, cuatro discípulos del venerable varón Euticio, rabiosamente envidiosos de que su maestro no realizara prodigios, mientras que el varón que él había dejado allí solo se cubría de gloria con un milagro tan grande, tendiéndole al oso una trampa, lo mataron.

Como el oso no volviera a la hora que se le había ordenado, el hombre de Dios Florencio empezó a recelar de su vuelta. Y habiéndolo aguardado hasta el atardecer, empezó a afligirse de que el oso —al que por su mucha simplicidad solía llamar "hermano"— no regresara.

Al día siguiente se dirigió al campo en busca del oso, así como de las ovejas. Y lo encontró muerto, pero indagando cuidadosamente descubrió muy pronto quiénes lo habían matado. Entonces se entregó a los sollozos, deplorando la maldad de los monjes aún más que la muerte del oso.

El venerable varón Euticio, tras hacerle venir hasta él, procuró consolarlo, pero el hombre del Señor, espoleado por la punzada de su profundo dolor, lanzó en su presencia la siguiente maldición:

—Espero en Dios todopoderoso que los que han matado a mi oso, que no les había hecho ningún daño, reciban en esta vida el castigo de su maldad a la vista de todo el mundo.

La venganza divina siguió inmediatamente a sus palabras. Así, los cuatro monjes que habían matado al oso contrajeron al punto la enfermedad de la lepra, alcanzando la muerte en medio de la putrefacción de sus miembros.

El hombre de Dios, Florencio, sintió un profundo pavor ante este hecho y tuvo mucho miedo de haber maldecido de ese modo a los hermanos. Y así, durante todo el resto de su vida se lamentaba, llorando, de haber sido escuchado por Dios, y gritaba que él había sido cruel, que había sido el asesino responsable de la muerte de aquéllos.

GREGORIO. Y yo pienso que Dios todopoderoso hizo aquello por lo siguiente: para que aquel hombre de admirable simplicidad no osara nunca más, por muy grande que fuera el dolor que le afligiera, arrojar el dardo de su maldición.

PEDRO. ¿Es que verdaderamente pensamos que es muy grave el maldecir, por ventura, a alguien ofuscados por la ira?

GREGORIO. ¿Cómo me preguntas si este pecado es grave, cuando dice Pablo: "Los maldicientes no poseerán el Reino de Dios"? Según eso, considera cuán grave es ese pecado que conlleva la exclusión del Reino de la vida.

PEDRO. ¿Pero por qué?, si seguramente el hombre lanza contra el prójimo sus palabras de maldición no por maldad, sino por un simple descuido de la lengua.

GREGORIO. Si a los ojos del Juez inflexible, Pedro, son reprensibles las palabras vanas, cuánto más lo serán las dañinas. Considera, pues, cuán condenables son las palabras que no están libres de maldad, cuando incluso son merecedoras de castigo las que carecen de la bondad de la utilidad.

PEDRO. Estoy de acuerdo.

(San Gregorio Magno, Diálogos III, 15, 2-10)