Ninguno viene a la verdadera salud, si no fuere llamado de Dios; y ninguno después de llamado obra como es necesario, si Él no le ayuda; y ninguno consigue esta ayuda y socorro, si no lo alcanza por la oración.
San Agustín



Un día, habiendo apresado los lombardos a un diácono, lo retenían atado, y los mismos que lo habían capturado pensaban matarlo.

Al atardecer, el hombre de Dios Sántulo les pidió a los lombardos que lo soltaran y le perdonaran la vida. Le dijeron que de ningún modo podían hacer ellos tal cosa. Viendo, pues, que habían decidido ya la muerte de aquél, les pidió que se lo entregaran a él para su custodia. Inmediatamente le respondieron:

—Sí, te lo confiamos para su custodia, pero con esta condición, que si él huye, tu morirás por él.

El hombre del Señor, aceptando de buen grado aquella condición, acogió bajo su protección al mencionado diácono.

A media noche, viendo que todos los lombardos habían caído en un profundo sueño, lo despertó y le dijo:

—Levántate y huye rápidamente. Que Dios todopoderoso te libere.

Pero el diácono, recordando su promesa, le respondió diciendo:

—No puedo huir, padre, pues si yo huyera, sin duda tu morirías por mí.

El hombre del Señor Sántulo lo obligó a huir diciéndole:

—Levántate y vete: que Dios todopoderoso te saque de aquí, pues yo estoy en manos de Él; tan sólo pueden hacer contra mí lo que Él les permita.

Huyó, pues, el diácono, y su fiador se quedó allí en medio, como si hubiera sido engañado por él.

Al llegar la mañana, los lombardos que le habían confiado al diácono para su custodia, vinieron y le reclamaron el hombre que le habían confiado. Pero el venerable presbítero respondió que había huido. Entonces ellos le dicen:

—Tú sabes muy bien lo que convinimos.

El siervo del Señor les dijo serenamente:

—Lo sé.

Y ellos le dijeron:

—Eres un buen hombre. No queremos que mueras en medio de variados tormentos. Elige la muerte que quieres para ti.

El hombre del Señor les respondió diciendo:

—Estoy en las manos de Dios. Mátenme ustedes con la muerte con la que Él consienta que yo muera.

Entonces todos los lombardos que allí se encontraban opinaron que debían decapitarlo, a fin de poner fin a su vida sin crueles tormentos y con una muerte rápida.

Así pues, al saberse que iban a matar a Sántulo —el cual gozaba entre ellos de una gran consideración en atención a su santidad—, todos los lombardos que se encontraban en aquel lugar, como son de extremada crueldad, acudieron alegres al espectáculo de su muerte. Lo rodearon, pues, formando filas. Hicieron comparecer públicamente al hombre del Señor y de entre todos los hombres robustos allí presentes se eligió a uno de quien no había duda de que habría de cortarle la cabeza de un solo golpe.

El venerable varón, conducido entre aquellos hombres armados, corrió también él inmediatamente a sus armas: pidió, en efecto, que se le permitiera rezar un poco. Tras dársele permiso, se postró en tierra y rezó. Mas, como ya llevara bastante tiempo rezando, el verdugo elegido lo golpeó con el pie para que se levantara, diciendo:

—Levántate, arrodíllate y tiende el cuello.

El hombre del Señor se levantó, se arrodilló y tendió el cuello. Y, una vez tendido el cuello, viendo que la espada se levantaba ya contra él, se cuenta que dijo en voz alta únicamente esto:

—San Juan, detenla.

Entonces, el sayón elegido, teniendo ya la espada desenvainada, levantó el brazo en alto con mucha fuerza para dar el golpe, pero no pudo en modo alguno bajarlo. En efecto, de repente se quedó paralizado, y su brazo se mantuvo rígido con la espada levantada en el cielo.

Entonces toda la muchedumbre de los lombardos que asistía al espectáculo de su muerte, vertiéndose en aclamaciones de alabanza, empezó a admirarse y a venerar con temor al hombre de Dios, pues verdaderamente había quedado claro que grande era la santidad de quien había sujetado en el aire el brazo de su verdugo.

Así pues, al pedírsele que se levantara, se levantó; mas al pedírsele que sanara el brazo de su verdugo, se negó diciendo:

—Yo no rezaré por él en modo alguno, si antes no me da juramento de que con esa mano no matará a ningún cristiano.

El lombardo, que, por así decirlo, había perdido el brazo alzándolo contra Dios, se vio obligado a jurar —por exigencias de su propio castigo— que jamás mataría a ningún cristiano. Entonces, el hombre del Señor le ordenó lo siguiente:

—Baja la mano.

Y él la bajó al instante. E inmediatamente añadió:

—Mete la espada en la vaina.

Y al instante la metió.

Y así, al ver a aquel hombre de un poder taumatúrgico tan grande, todos querían rivalizar entre ellos por ofrecerle como regalo los bueyes y los animales productos de sus pillajes. Pero el hombre del Señor no quiso aceptar tales ofrecimientos, y solicitó un regalo de santa merced, diciendo:

—Si ustedes quieren concederme algo, denme a todos los prisioneros que tienen, para que así tenga yo algo por lo que deba rezar por ustedes.

Y así se hizo: fueron liberados con él todos los prisioneros. Y, de este modo, por disposición de la gracia celestial, cuando un solo individuo se ofreció a la muerte por otro, consiguió librar a muchos de la muerte.

San Gregorio Magno, Diálogos III, 37, 10-17