Con lágrimas y dolor del alma se debe procurar recompensar por los pecados pasados, y satisfacer por ellos con dolorosa contrición y amargura de su corazón, pues la eternidad de bienes que por ellos perdió, con la penitencia se repara. Porque es tan eficaz esta virtud, que restaura lo pasado; y aunque dicen que lo hecho no tiene remedio, y que en lo pasado no hay poder, esta poderosísima virtud tiene tanto poder, que deshace lo hecho y prevalece en lo pasado; pues los pecados hechos quita, como si no se hubiesen hecho.
J. E. Nieremberg, Diferencia entre lo temporal y lo eterno
| Santa Gala |
A este respecto, tampoco creo que se deba pasar en silencio lo que supe por el relato de personas serias y fidedignas. Así, en tiempos de los godos, Gala, una nobilísima joven de esta ciudad de Roma —hija del cónsul y patricio Símmaco—, que había contraído matrimonio en su juventud, quedó viuda al morir su marido en el espacio tan sólo de un año.
[Gala pertenecía a una ilustre familia consular romana. Su padre, Símmaco, ocupó importantes cargos durante el reinado de Teodorico, y luego, acusado de traición, fue ajusticiado en 525.]
Y cuando, nadando como nadaba en la abundancia de las cosas terrenales, tanto su fortuna como su edad hubieran debido llevarla a contraer nuevo matrimonio, ella prefirió unirse a Dios en nupcias espirituales —en las cuales se comienza desde la aflicción, pero se termina llegando a los gozos eternos— antes que someterse a las nupcias carnales, que empiezan siempre desde la alegría y acaban con la aflicción.
Así pues, nada más morir su esposo, renunciando al estado seglar, se consagró al servicio de Dios todopoderoso en un monasterio situado junto a la iglesia de San Pedro Apóstol, y, entregada durante muchos años allí a la oración y a la sencillez de corazón, sufragó a los pobres con la generosidad de sus limosnas. Y habiendo decidido Dios todopoderoso concederle ya la recompensa eterna a sus fatigas, enfermó de un cáncer de pecho. Durante toda la noche solían permanecer encendidos dos candelabros delante de su cama, pues, siendo ella amiga de la luz, no solo aborrecía las tinieblas espirituales, sino también las terrenales.
Y mientras yacía una noche en la cama, extenuada a causa de la citada enfermedad, vio como el apóstol san Pedro se colocaba entre los dos candelabros delante de su humilde lecho. Y ella no se asustó ni se amedrentó, sino que, armada de audacia a causa de su amor, saltó de alegría y le dijo:
—¡Que hay, mi señor? ¿Me han sido perdonados mis pecados?
Y él —siendo como es de rostro sumamente bondadoso— asintió inclinando su cabeza y le dijo:
—Sí, te han sido perdonados. Ven.
Pero, dado que Gala amaba a una religiosa de ese monasterio más que a ninguna otra, al punto añadió:
—Te ruego que venga conmigo la hermana Benita.
Y él le respondió:
—No, que vaya contigo tal otra. La que tú pides habrá de seguirte dentro de treinta dias.
Así pues, una vez terminado este coloquio, desapareció la visión del apóstol que había estado a su lado y que había hablado con ella.
Entonces ella hizo venir enseguida a la madre superiora de toda la congregación y le manifestó lo que había visto y lo que había oido. Y a los tres dias, en compañía de la hermana que le había sido asignada, murió. Y la que ella misma había pedido la siguió a los treinta dias.
Ese hecho ha quedado como digno de recuerdo en el citado monasterio hasta el día de hoy, y, transmitido por las madres de mayor edad, las monjas más jóvenes que actualmente hay en él suelen contarlo con todo detalle, como si ellas mismas hubiesen asistido en aquel tiempo a este milagro tan grande.
San Gregorio Magno, Diálogos IV, 14, 1. 3-5.