Todo vuelve al orden con la muerte. Lo exige así la justicia de Dios, que no puede dejar impunes los enormes crímenes que se cometen en el mundo sin que reciban sanción ni castigo alguno acá en la tierra, ni puede dejar sin recompensa las virtudes heroicas que se practican en la oscuridad y el silencio sin que hayan obtenido jamás una mirada de comprensión o de gratitud por parte de los hombres.
Royo Marín, Misterio del más allá

Todavía ahora se encuentra entre nosotros Atanasio, presbítero de Isauria, el cual cuenta que en su época sucedió un hecho terrible en Iconio.

Hay allí —según dice— un monasterio llamado «De los Gálatas», en el que cierto monje gozaba de gran estimación. Se le veía, en efecto, como un hombre ordenado en sus costumbres y en todos sus actos, pero —según quedó puesto de manifiesto a partir del final que tuvo— era realmente muy diferente de lo que aparentaba.

Así, aunque hacía ver que ayunaba con los hermanos, en realidad tenía la costumbre de comer a escondidas. Los hermanos desconocían completamente ese pecado suyo. Pues bien, este monje, tras caer repentinamente enfermo, llegó a los postreros momentos de su vida.

Y estando ya en las últimas, hizo que se congregaran junto a él todos los hermanos que residían en el monasterio. Estos, al morir un varón de tales prendas —según pensaban—, creyeron que iban a oír de él algo grande y gozoso. Pero el monje se vio forzado a revelar, todo afligido y tembloroso, quién era el enemigo al que se le entregaba en el momento de obligársele a salir de este mundo. Dijo, en efecto, lo siguiente:

—Cuando creíais que yo ayunaba con vosotros, en realidad comía a escondidas. Y ahora he aquí que he sido entregado a un dragón para que me devore, el cual tiene atados con su cola mis pies y mis rodillas, y, habiendo metido su cabeza en el interior de mi boca, está arrancando a sorbos mi espíritu.

Tras decir estas palabras, inmediatamente murió, sin que el dragón que había visto aguardase a que él pudiera liberarse mediante el arrepentimiento.

Así pues, resulta muy claro y evidente que quien dio a conocer y no pudo escapar del enemigo al que había sido entregado hubo de verlo únicamente para provecho de los oyentes.
San Gregorio Magno, Diálogos IV, 40, 10-12.