No hagamos al prójimo lo que no quisiéramos que nos hicieran a nosotros mismos.
(Proverbio universal)

Un día frío y lluvioso, se hospedaba un viajero en cierto albergue de Hungría. Bien podía adivinarse en su traje que no era persona de escasos recursos. Una pesada maleta que llevaba consigo, hizo sospechar al fondista que en ella debía encerrarse un tesoro. El fondista, hombre avaro y desalmado, era casado y tenía un hijo a quien profesaba tierno cariño. Este hijo, afectuoso y servicial, pero de carácter ligero, hacía poco que ausentándose de su casa había ido a tomar parte en una fiesta de la cual debía regresar al día siguiente.

—¿Dónde alojaremos al extranjero? —dijo a su esposa, en voz baja, el fondista... —Trae mucho dinero, estoy seguro: es necesario darle la pieza de nuestro hijo Ernesto, que no estará de vuelta hasta mañana. La pieza está independiente y aislada y podríamos despojarle a nuestro gusto.

Ella se estremeció de horror, pero seducida por la pasión del oro se asoció a tan horrendo designio.

Terminada la comida, el viajero fue alojado en aquella pieza. Las fatigas del viaje y el frío de la noche le indujeron a buscar el descanso en temprano sueño, sin que nada le hiciera recelar el pérfido intento de los dueños. Dejó la maleta abierta sobre una mesa... y a poco estaba dormido. De repente un ruido sordo le despierta. Un hombre de alta talla, forzando la ventana, entra en el aposento.

Es fácil comprender el sobresalto que sintió el viajero. Pensó en gritar y pedir socorro, pero se encogió de miedo creyendo se presentaba una partida de bandidos. Hubiera podido vender cara su vida, mas, en su confusión, tomó el partido más ridículo, en apariencia, y que no obstante le salvó: fue a ocultarse sin demora bajo del catre.

El recién llegado se dirigió a la cama y pronto se acostó. Era el hijo del fondista, que regresaba de la feria antes de lo que había anunciado y que, con la cabeza pesada por el licor, se apresuraba a descansar de sus excesos.

El viajero, repuesto del susto y oyendo roncar a su compañero, se disponía ya a salir del escondite, cuando siente que abren furtivamente la puerta. Era el fondista que con el mayor silencio, llegaba a consumar un espantoso crimen. A tientas y deteniéndose a cada paso, con un enorme cuchillo en la mano, se dirige hacia la cama. El viajero más muerto que vivo, le observa sin atreverse a chistar. El fondista se acerca al lecho, toca al hombre que con sueño profundo dormía, le entierra el cuchillo en el corazón, se asegura de que está muerto, y acompañado de su mujer, envuelto el cadáver en una frazada, lo saca de allí, y vuelve después por el saco de viaje.

El viajero, mientras duraba esta lúgubre y terrible escena, veinte veces estuvo tentado a lanzar un grito; pero el espanto y el sentimiento de la propia conservación le detuvieron, y sólo tuvo fuerza para ocultarse más y más replegando su cuerpo cuanto le era posible. Gruesas gotas de sudor corrían por su frente. Erizados los cabellos y temblando de horror esperó impaciente los primeros albores del día, sin dar una pestañada. No bien principiaba a aclarar, cuando, sirviéndose de la misma escala que el hijo del fondista había arrimado a la ventana, salvó el muro y precipitadamente se dirigió a la ciudad.

Entre tanto los dueños de la fonda, apenas perpetrado el crimen, habían enterrado cuidadosamente el cadáver en un extremo del jardín sin dejar el menor vestigio, sin producir el más ligero ruido, y en la completa oscuridad de aquella noche de invierno. ¿Quién podría, por otra parte, inquietarse por aquel viajero a quien nadie conocía ni le había visto entrar?...

Pocas horas después, llegan soldados, rodean la casa y prenden al fondista acusado de asesino y ladrón. Él todo lo niega; su mujer niega también; pero la policía, avezada en la pesquisa de delitos, advierte las huellas de pasos que se han dado en el jardín, llega hasta la tierra removida, excava y encuentra un cadáver...

Hasta entonces el fondista se mantiene firme en su negación. De repente una idea se le presenta angustiosa y terrible. ¿Qué es de su hijo? ¿No ha llegado? ¡Quizás es a él a quién ha muerto en vez del viajero!... porque ¿quién lo ha podido denunciar?...

En un acceso de furor y desesperación, se endereza, atropella a los soldados que le custodian, se precipita al jardín y allí, en vista del cadáver ensangrentado, reconoce a su hijo... su hijo, por quien trabajaba y por quién llegó a cometer un homicidio.

Y luego, al lado del cadáver de su hijo, ve en pie al hombre que creía haber muerto y que ha sido el delator del crimen. En un instante todo se lo explica, y desatentado sólo tiene fuerza para exclamar:

—¡Prendedme ahora: mi hijo ha muerto ¡qué me importa lo demás!...

El proceso fue corto; el fondista y su mujer fueron condenados a muerte; el suplicio fue terrible.

Justa providencia de Dios que generalmente permite se manifieste el crimen por algún indicio y que, aun cuando particularmente lo castiga en la otra vida, casi nunca lo deja impune en este mundo.— Id.

(Camilo Ortúzar, Catecismo en ejemplos)