Así como entre todos los sagrados misterios que como instrumentos ciertísimos de la divina gracia nos encomendó nuestro Salvador y Señor, ninguno hay que pueda compararse con el Santísimo Sacramento de la Eucaristía, así tampoco hay que temer de Dios castigo más severo de alguna otra maldad, como de que no se trate por los fieles santa y religiosamente una cosa llena de toda santidad, o más bien, que contiene al mismo Autor y fuente de la santidad.
(Cfr. Gubianas, Catecismo Romano, p. 12)

En Narbona, cuando la herejía albigense contaminaba a Francia, un hereje aconsejó a un ignorante pescador, que si quería tener suerte en su oficio, cuando comulgara guardase la Hostia y la diese a comer a los peces.

Lo hizo así el infeliz, y después de transcurridos veinte años, cuando ya la herejía estaba acabada en Narbona, viendo el pescador la gran fiesta que los católicos hacían en honor del Santísimo Sacramento, arrepentido de sus pecados se confesó, y queriendo recibir la sagrada Comunión, le dijo el confesor que no la recibiera todavía, porque convenía llorar algunos días el sacrilegio cometido.

Triste y derramando abundantes lágrimas, se fue al río en el mismo lugar donde había cometido su gravísimo crimen, y con gran sorpresa suya vio que de la otra orilla del río venía con suma velocidad, hacia él, un pez con una Forma en la boca.

No se atrevió a tocarlo, pero corrió en seguida a decir lo que ocurría a su confesor, quien en compañía del pescador fue allí, y no vieron por de pronto al pez hasta después de algún rato, el cual con gran mansedumbre se dejó prender del sacerdote, quien le quitó la sagrada Hostia de la boca; y la mitad de ella se puso en el Sagrario de su parroquia y la otra mitad en el de la Catedral.

Cfr. Jaime Barón y Arín, Luz de la Fe y de la Ley, Madrid 1828, p. 191.