Milagro Eucarístico Ocurrido 20 septiembre de 1860 en París

Grande es la eficacia del Santísimo Sacramento: Cuando el sacerdote san Conrado tocaba con sus dedos la Hostia consagrada, quedaban éstos tan resplandecientes, que en la obscuridad de la noche le servían de lucidas antorchas para leer la sagrada Escritura. Santa virgen Ida concebía de la sagrada Comunión en el alma tanto fuego que, rebosando este ardor celestial, hasta en el cuerpo le encendía los miembros y esparcía vivas llamas. Santa Catalina de Génova estaba muriendo. Pero al recibir el Santísimo Viático, sintió correr por las entrañas una abundancia y río de consuelo que al instante se levantó sana, vigorosa y alegre.

(cf. C. Rosignoli, Verdades eternas, p. 244)

Los católicos adoran a Cristo, quien está realmente presente, en Cuerpo y Sangre, Alma y Divinidad, en la Eucaristía.

Yo mismo conocí, escribe el reverendo monseñor de Ségur, a una niña curada por el Santísimo Sacramento, el 20 de septiembre de 1860. Estando la pobrecita ejercitándose en la gimnasia, tuvo la desgracia de caer sobre un aparato de hierro, que le produjo una herida en el cráneo con lesión de las membranas del cerebro. Los médicos no sabían dar otra respuesta a los afligidos padres que palabras de consuelo por la irremediable pérdida de su hija.

Sin embargo, Dionisia, que este era el nombre de la niña, no cesaba de pedir que le concediesen recibir por vez primera a Jesús Sacramentado, en un Santuario de su particular devoción.

—Llévenme ustedes allá —repetía con instancia—, déjenme hacer la primera Comunión, y sin duda sanaré.
Al fin vinieron en darle gusto, a pesar de que el médico declaró que probablemente moriría por el camino. Y aunque no sucedió tan triste augurio, es indecible lo que la pobre niña padeció.

Llegada al Santuario recibió a Jesús Sacramentado, objeto de su ardiente amor y término al cual se dirigían las más risueñas esperanzas de su alma candorosa... 
Todavía duraban las sagradas ceremonias, cuando de pronto la niña se levantó, se puso de rodillas y sintió en si la vida y fuerzas primeras.

Al volver a su casa, le salió al encuentro su afligido padre. Y al verla sana y ágil como antes de la enfermedad, no acababa de dar crédito a lo que veía, ni a las voces de su hija que no cesaba de repetir con alborozo:

—Papá, ya estoy curada.

—De él mismo —añade el monseñor de Ségur— he sabido estos pormenores. Y la afortunada niña no ha notado el más leve dolor en la parte lesionada.

cf. Louis Gaston de Ségur, La presencia real de Jesucristo en el Santísimo Sacramento del Altar, 3° edición, Barcelona 1894, págs. 91-92.