Dios omnipotente y misericordioso, que para el pueblo sediento hiciste brotar de la piedra una fuente de agua viva: haz que broten de nuestro corazón endurecido lágrimas de compunción [arrepentimiento], a fin de que podamos llorar nuestros pecados y merezcamos obtener su remisión por tu misericordia.
(Pro petitione lacrymarum)
Francisco Dorel era un célebre pintor. En el año 1852 había apenas cumplido los 32 años de edad. Hacía ya mucho tiempo que se había alejado de la práctica de la religión. Un día su amigo lo invitó a hacer una visita al Cura de Ars.
—¿Quieres confesarte? —preguntó.
—¿Y por qué no? —repuso el amigo,
—Sea, pero mientras tú te confiesas, yo iré a cazar.
A la mañana siguiente, Francisco, con su fusil y su perro, acompañaba al amigo. Llegaron a Ars cuando el santo cruzaba la plaza, entre la muchedumbre arrodillada. El santo avanzaba lentamente. Al llegar frente a los dos viajeros, echó una rápida mirada al perro y luego dijo a Francisco Dorel:
—Señor, desearía mucho que su alma fuera tan hermosa como su perro.
Dorel enrojeció y bajó la cabeza. Poco después se confesó llorando amargamente. Y el mismo año entró en la Orden de la Trapa, en donde profesó con el nombre de Arsenio.
Murió lleno de méritos en el año 1888.
cfr. José P. Grandmaison, Apuntes y ejemplos de catecismo, 3° parte, Buenos Aires 1949, p. 146.