Fue mi lengua la que mintió a mi corazón: Hay infierno

El infierno existe, lo queramos creer o no. Es un lugar de castigo eterno preparado para aquellos que han dejado este mundo obstinadamente rechazando la misericordia de Dios. El Salvador Jesucristo mismo enseñó esta verdad con seriedad y autoridad que supera cualquier enseñanza humana.

Thomas A. Nelson

El revolucionario matón Collot de Herbois era conocido por su impiedad y su crueldad sangrienta. Fue el autor de las masacres en Lyon en 1793 y el asesino de 1 600 víctimas. Seis años más tarde fue sentenciado al exilio a Cayenne, donde expresó su locura al maldecir todo lo sagrado. El más mínimo rastro de religiosidad o piedad lo volvía loco. Cuando vio a un soldado haciendo la señal de la cruz, exclamó:

—¡Estúpido, crees en las supersticiones! ¿No sabes que Dios, la Virgen María, el cielo y el infierno son los inventos de esta banda maldita con sotanas?

Poco después, cayó enfermo y sufría fuertes dolores. En un ataque de fiebre, tragó una botella de licor. Su dolor se redobló: se sentía como quemado por un fuego que devoraba sus entrañas. Collot lanzaba gritos terribles, llamaba a Dios, a la Santísima Virgen, a un sacerdote en busca de ayuda.

—¿Cómo es eso? —dijo el soldado—, ¿estás pidiendo un sacerdote? ¿Tienes miedo al infierno? ¡Has maldecido a sacerdotes y te has burlado del infierno!

—Desafortunadamente —gimió Collot—, fue mi lengua la que mintió a mi corazón.

Poco después murió, vomitando chorros de sangre y espuma, en medio de terribles sufrimientos.

Fuente: Abbé François-Xavier Schouppe S.J., Le Dogme de l'enfer, illustré par les faits tirés de l'histoire sacrée et profane, Éditions Desclée de Brouwer, Bruxelles 1882, págs. 25-26.

Otra Versión del mismo: "Muerte de un Revolucionario"

Collot de Herbois, impío furioso y revolucionario exaltado, vivía íntimamente unido con Robespierre, a quien secundó en sus abominables proyectos. Fue el principal autor de los asesinatos de León, Francia. Enviado a esta ciudad desgraciada en 1793, hizo morir en ella, por mano del verdugo, por el fusil o el cañón, mil seiscientas víctimas, cuyo solo crimen era haber querido sacudir el yugo de la tiranía.

Pero el brazo del Señor no tardó en hacerse sentir pesado sobre él. La Convención temía resistir a la opinión pública que se había fuertemente declarado contra este monstruo. Así que mandó su prisión el 2 de marzo de 1795. Y en seguida lo deportaron a Cayena (Guyana Francesa), donde era detestado, no solamente de los blancos, sino también de los negros. Éstos en su lenguaje lo llamaban el verdugo de la religión de los hombres.

«Deportado allí —nos dice de él un testigo ocular—, exclamaba algunas veces:

—Soy castigado; el abandono en que me hallo, es un infierno.

«En este tiempo le agarra y le devora una fiebre inflamatoria: llama en su ayuda a Dios y a la santísima Virgen. Un soldado, a quien él había predicado el ateísmo, le pregunta por qué pues se burlaba de ellos algunos meses antes:

—¡Ah! amigo mío —le respondió—, mi boca imponía a mi corazón; después repetía: “Dios mío, Dios mío, ¿puedo yo aun esperar un perdón? Enviadme un consolador, enviadme alguno, que aparte mis ojos del brasero que me consume: ¡Dios mío! dadme la paz”.

«El espectáculo de estos últimos momentos era tan espantoso, que fue preciso ponerle separado. Y mientras que buscaban a un sacerdote, murió el 7 de junio de 1797 con los ojos medio abiertos, los miembros vueltos, vomitando sangre y espuma.

Los negros, presurosos de ir a un baile, no lo enterraron más que a medias. Su cadáver fue el pasto de los cerdos y de los cuervos...»

(cf. Pitou, Viaje a Cayena)