En el amanecer de la historia de la fe, cuando las primeras palabras del Génesis hablaron de una enemistad entre la serpiente y la mujer, ya se dibujaba la silueta de María. Su figura, etérea y pura, emergía como un susurro de esperanza que atravesaría los siglos. Desde ese instante Dios mismo revelaba que una mujer vencería el mal, no con espadas ni ejércitos, sino con la pureza de su alma y el eco de su sí perfecto. Siglos después, en una pequeña aldea de Nazaret, el ángel Gabriel pronunció las palabras que cambiarían el destino del mundo: "Alégrate, llena de gracia". En ese saludo celestial no había un simple reconocimiento, sino una proclamación divina. La niña que apenas había dejado su infancia, se convertía en el puente entre el cielo y la tierra, la nueva Eva que desataría el nudo del pecado atado por la primera.
En un pequeño pueblo a finales del siglo XIX una madre vivía el más profundo de los dolores. Su hijo, un niño de apenas 8 años, yacía postrado en cama, desahuciado por los médicos. La enfermedad que lo consumía había agotado todos los recursos humanos. Sin embargo, la madre, aunque agotada físicamente, mantenía una llama de fe. Una imagen de la Inmaculada Concepción adornaba su altar doméstico, rodeada de flores frescas y velas que ardían día y noche.
Aquella noche, con el corazón quebrantado pero lleno de esperanza, la madre se arrodilló ante la imagen y rezó sin cesar. Su voz, entrecortada por el llanto, pedía a María que intercediera por su pequeño. En la soledad de la madrugada, sus oraciones parecían llenar la casa de una paz inexplicable.
Al amanecer, ocurrió lo inesperado. El niño, quien hasta entonces no podía hablar ni moverse, despertó con una vitalidad sorprendente. Los médicos, incrédulos, no encontraron explicación científica para la recuperación repentina. Para la madre, para el niño y para toda la comunidad no había duda.
La Inmaculada había escuchado y respondido.
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