La pureza de María no es solo un hecho teológico, es un testimonio del amor divino. Para traer a su hijo al mundo, Dios preparó un lugar perfecto, una morada sin mancha ni sombra de pecado. Esta preparación especial resalta no solo la singularidad de María, sino también la magnitud del plan de salvación. María no fue pura por sus propios méritos, sino por la gracia de Dios, anticipando los méritos de Cristo. En su maternidad divina encontramos la razón más profunda de este privilegio. Siendo madre de Dios hecho hombre, María debía ser un reflejo de la perfección misma de su hijo. Así como el oro es purificado antes de ser moldeado en un cáliz sagrado, así fue purificada María desde el primer instante de su existencia.


En una tarde cálida del mes de diciembre, en una comunidad rural devota de la Inmaculada Concepción, se preparaba una procesión en su honor. Los fieles, vestidos con sus mejores galas, llevaban una hermosa imagen de María sobre un anda adornada con lirios blancos y luces brillantes. Pero mientras avanzaban por el camino, el cielo comenzó a oscurecerse. Nubes densas anunciaban una tormenta que amenazaba con desbordar el río cercano, inundando todo a su paso. El viento comenzó a soplar con fuerza y el temor se apoderó de la multitud.


Sin embargo, en lugar de dispersarse los fieles se unieron en oración. Frente al río, con el agua comenzando a desbordar, elevaron su voz al cielo, rezando el Ave María. El clamor colectivo, lleno de fe y devoción, resonaba como un eco en el valle. Entonces ocurrió lo inexplicable. Las aguas que comenzaban a invadir el camino, se detuvieron de repente. La tormenta cesó y un rayo de sol iluminó la imagen de la Inmaculada, como si el cielo mismo confirmara su intervención.


La comunidad entera quedó maravillada, dando gracias por el milagro que no solo había salvado sus vidas, sino también reafirmado su fe.