Unas hermanas enfermeras nos cuentan: "Estábamos preocupadas por el caso desesperado de un moribundo que no quería saber nada de Dios ni de oración. Acudimos a la Virgen Peregrina y llevándosela a su cuarto, dijimos al enfermo: —Mire, ahora, cómo se las arregla con Ella... —y lo dejamos solo con la sagrada imagen. — Cuando poco más tarde regresamos, encontramos al hombre transformado. Después de haber estado alejado de Dios, 59 años, recibió con gran devoción los santos sacramentos y volvió a sus brazos misericordiosos. Al poco tiempo murió en la paz del Señor".
(A. M. Weigl, María, Rosa mística, p. 199)

En Jerez de la Frontera, en 1952, sucedió este prodigio:
Una niña había
quedado cieguecita. Era víctima de una meningitis tuberculosa. Los médicos no
daban la menor esperanza de recuperar la luz extinguida en las pupilas de la
pequeña.
—Sólo un milagro —había dicho un médico fervoroso a la buena madre— le podría devolver la vista.
El corazón de la piadosa madre había ido disponiendo el corazón de su amada hijita. Le inspiraba tal fe, humildad y perseverancia, a las cuales virtudes no sabe resistir jamás el corazón de la Madre de Dios. Y con aquella fe que quebranta las piedras y hace trasladar los montes, le dijo la madre susurrando a su hija:
—Pero si la Virgen no te hace el milagro, es que no lo merecemos o que te
conviene más la ceguera para tu salvación.
En estas condiciones, y con el convencimiento ciertísimo de ser escuchadas y atendidas, llegó la hora del besamanos a la Virgen. El besamanos es un acto de devoción en el que los fieles se acercan a la imagen de la Virgen para besar su mano o hacer un pase reverencial.
Se acercaba la madre, entre miedosa y confiada. Y le sugería a su hija que
esperara contra toda esperanza. Le decía a su hija que María la oiría y atendería
porque es nuestra bondadosa y dulce Madre. Al escuchar todo esto, la tierna
niña dio un suspiro de amor. Y puso su alma en los labios para besar el santo
escapulario. Entonces sintió un escalofrío y un estremecimiento súbito en todo
su ser, y de pronto:—¡Madre, que veo a la Virgen! ¡Qué lindísima es!
Todos los circunstantes sintieron el escalofrío de lo sobrenatural y lo sublime. Y con las gargantas anudadas rindieron el tributo más grande de amor a nuestra Señora de la Coronada, Reina y Madre de Villafranca de los Barros.
Cf. Rafael María López-Melús, Prodigios del Escapulario del Carmen, Editorial Apostolado Mariano, Sevilla, págs. 77-78.