Díganme ustedes, si supieran que en pecando se les había de entrar el demonio en el cuerpo, ¿tendrían aliento jamás de consentir en el pecado? Pues ¿cómo ustedes se atreven a cometerlo, creyendo infaliblemente, que al punto toma absoluta posesión de su alma el demonio? Consideren un poco, qué desconciertos, qué locuras, qué violencias no obra en el cuerpo de un energúmeno el demonio. Y tengan por cierto que mucho peores estragos, sin comparación, hace en el alma de un pecador. La estrecha en durísima esclavitud, con tantas cadenas, cuántos son los pecados cometidos.

San Agustín


Sucedió en la tarde del 22 de abril de 1925, víspera de la coronación canónica de la Virgen del Carmen, en Jerez de la Frontera, España.


Una jovencita de diecisiete años rogaba al padre Luis María Llop que se apiadase de su dolor y saliera a ayudar a su querido padre. Éste se hallaba poseído del demonio. El infeliz hacía conatos y esfuerzos para liberarse, le ayudaban su buena esposa y su hija. Sin embargo, no conseguía vencer el obstáculo que se le oponía al ir a traspasar el cancel de la iglesia.


El poseído antes era descreído y ateo, pero ahora sentía vivo interés por entrar en el templo y arrodillarse ante la imagen de la Virgen. Al ver que no lograba realizarlo, le rogó al sacerdote que le impusiera el santo escapulario allí mismo. A ver si la Madre de Dios se apiadaba de ellos y benévola les otorgaba su petición.


Así lo hizo el padre Llop. Inmediatamente después decía aquel hombre lleno de emoción:


—¡Bendita seas, hija mía, pues como eres un ángel, la Virgen te ha escuchado para atraernos hacia su Hijo y devolverme la paz del corazón! Quiero verla, quiero verla y rezarle para que se apiade de mi alma.


Entró en la iglesia de rodillas hasta el presbiterio. Subió luego al camarín y allí oró con fervor extraordinario por espacio de media hora. Luego se levantó como movido de un resorte. Se dirigió a su amada hijita, diciéndole:


—Tú has pedido a la Santísima Virgen que me confiese. Lo quiero hacer, siento verdadera necesidad. Así que márchense ustedes las dos al hotel y cenen tranquilamente. Yo quiero quedar toda esta noche en la iglesia para asistir a la adoración nocturna.


Madre e hija, abrazadas a su cuello y llorando de emoción y alegría, le decían, entre sollozos:


—Nosotras no tenemos hambre, ni deseamos otro alimento alguno más que ese Pan de Ángeles que deseamos recibir juntamente contigo.


Allí permanecieron junto al sagrario, arrodillados casi toda la noche. El hombre se confesó con gran arrepentimiento y comulgaron los tres en la primera misa.


Cfr. Rafael María López-Melús, Prodigios del Escapulario del Carmen, Editorial Apostolado Mariano, Sevilla, págs. 68-69.