No
digas todo lo que sabes sino sabe todo lo que dices.
Yendo de viaje, un religioso
encontró por compañeros en un coche a dos oficiales. Éstos, con ironía y
desdén, se pusieron a hablar de religión. Los desatinos que decían eran sólo
comparables con su impavidez. El religioso los oía en silencio, sin alternar
palabra. Pero como los majaderos continuaran ensartando despropósitos, sea que
al eclesiástico ya le faltara la paciencia, sea, más bien, con el fin de darles
una buena lección, se introdujo en la conversación. Y la encaminó poco a poco
al arte militar, del cual nada entendía. Se soltó a hablar con tal seriedad y a
sustentar tan ridículas teorías que los oficiales no pudieron dejar de reír. El
religioso, en lugar de sentirse ofendido, se unió francamente a la risa de
aquellos.
—Bien, caballeros —les dijo—,
ustedes se burlan de mi ignorancia; tienen razón. Esto pasa por hablar de lo
que no se conoce. Hace poco que ustedes hablaban de religión. Y les aseguro que
sus razonamientos no eran mejores que los míos sobre estrategia militar.
Los oficiales comprendieron la
lección. Dieron excusas al religioso. Y durante el resto del viaje tuvieron
buen cuidado de ser más discretos en sus palabras.
Muchos hablan mal de la
religión y no la conocen.
Camilo Ortúzar, Catecismo en ejemplos, El Credo y la Oración, 2da edición, París 1888, págs. 4-5.